La espiritualidad podría ser la llave de la evolución del ser humano
La religión dio algunas ventajas evolutivas a nuestra especie, como la cohesión grupal y el altruísmo. Pero, ¿qué papel jugará la mística en el proceso futuro de nuestra evolución? Resultados y especulaciones neurocientíficos podrían avalar la hipótesis de que caminamos hacia un “Homo Gestalt Místico”; de que en la evolución futura de la humanidad la experiencia religiosa y mística podría jugar un papel creciente. Por Patricia Arca Mena y Gustavo Masutti Llach.
El camino de la evolución del hombre se acerca a los dos mil siglos. Mucho se sabe sobre su pasado pero ninguna de las especulaciones sobre su proyección en el futuro es concluyente. Las bases neurobiológicas están sentadas para que un hombre espiritual y social se transforme y aparezca en el próximo eslabón de la cadena. La espiritualidad podría ser la llave de la evolución del hombre.
La espiritualidad y la vida en sociedad podrían resolver los problemas físicos y fisiológicos que plantean la evolución del cerebro, la mente y la inteligencia humanas. Hay firmes bases neurobiológicas, sociológicas y antropológicas que sostienen la hipótesis.
En ese escenario, la posibilidad hipotética de una evolución hacia un Homo Gestalt Místico ya no resulta sólo restringida a la fantaciencia. Podríamos decir que hay resultados, y especulaciones de neurocientíficos, que podrían avalar con fundamento la prognosis de que la evolución futura de la humanidad se diera en una línea en que la experiencia religiosa y mística jugara un papel creciente.
Más que humano: El Homo Gestalt Místico
La espiritualidad y la vida en sociedad podrían resolver los problemas físicos y fisiológicos que plantean la evolución del cerebro, la mente y la inteligencia humanas. Hay firmes bases neurobiológicas, sociológicas y antropológicas que sostienen la hipótesis. Una añeja novela de ciencia ficción es el punto de partida para esta especulación.
“La Gestalt tiene, como otros seres, manos, cabeza, órganos, mente—dijo Janie—. Pero lo más humano es en ella, como en cualquier otro ser, lo que ha aprendido... y merecido. Lo que nadie posee mientras es joven, lo que obtiene (y sólo a veces) tras una larga búsqueda y gracias a una profunda convicción, Y lo que es, desde entonces, parte definitiva de uno mismo”. Theodore Sturgeon (1919 – 1985), “Más que humano”, novelista estadounidense.
En 1953 el escritor estadounidense Theodore Sturgeon decidió amalgamar tres cuentos largos para dar forma a una de las mejores novelas de ciencia ficción de la historia: “Más que humano”. Lejos de los cohetes y los marcianos que dominaban el género a mediados del siglo XX, en el libro Sturgeon especuló sobre el nacimiento de una nueva especie, el Homo Gestaltiensis. Planteó una posible evolución de la humanidad en un ser coral que es mucho más que la suma de sus partes; donde cada una de ellas es independiente pero disfuncional, hasta que todas se juntan y “coengranan”. Además, este Homo Gestalt es inmortal, ya que cada uno de los personajes que lo componen puede ser sustituido.
Si bien la historia estaba plagada de fantasías (los personajes tenían capacidades paranormales), la idea de una evolución hacia un “hombre social o múltiple” es muy atractiva y vale la pena rescatarla y analizarla. La pregunta de fondo sería entonces: ¿Es absolutamente imposible que el hombre esté en camino a evolucionar en una suerte de Homo Gestaltiensis? De ser así, ¿cuál sería el adhesivo que cohesionaría las personalidades individuales?
La larga marcha
Desde el punto de vista evolutivo, los Homo Sapiens son una especie muy joven. Apenas tienen sobre la Tierra entre 1500 y 2000 siglos pero en ese tiempo lograron lo que ninguna otra: se reprodujeron y poblaron hasta los lugares más inhóspitos de la Tierra, controlaron el fuego, desarrollaron un lenguaje, modificaron el medio ambiente y hasta consiguieron pisar la Luna.
La conquista la iniciaron en el Este de África y desde allí se expandieron hacia el resto del mundo. A partir de ese momento la población de Homo Sapiens comenzó a crecer e inició un recorrido que lo llevaría a poblar el planeta. El Ser Humano consiguió sobrevivir a todas las condiciones, por adversas que fuesen. A diferencia del resto de las especies animales que se encuentran limitadas a vivir sólo en los ambientes para los que sus genes se han adaptado. ¿Qué lo hace diferente? La respuesta parece estar entre sus orejas.
La evolución física del cerebro
i[“Las variaciones, [...] si son en algún grado provechosas a los individuos de una especie en sus relaciones infinitamente complejas con otros seres orgánicos y con sus condiciones físicas de vida, tenderán a la conservación de estos individuos y serán, en general, heredadas por la descendencia”]i (Charles Darwin).
La famosa austrolopitecus “Lucy”, considerada como uno de los primeros homínidos, pertenecía a una especie que vivió hace tres o cuatro millones de años y cuyo cerebro tenía un volumen de aproximadamente 450 centímetros cúbicos, similar al de los chimpancés. Esta medida no se modificó demasiado durante un millón y medio de años. Pero a partir de ese momento, a diferencia de la mayoría de las especies, la capacidad cerebral de los homínidos creció proporcionalmente mucho más que el resto del cuerpo. Y lo hizo en una tendencia sostenida, que ha ido acelerándose, a un ritmo promedio de casi 35 mililitros (equivalentes a algo más de dos cucharadas soperas o un vasito de licor) por cada 100.000 años.
El Homo Habilis, que ya sabía usar instrumentos de piedra, tenía un cerebro de 700 centímetros cúbicos, y el Homo erectus, hace 1,8 millones de años, mostró un incremento cerebral hasta alcanzar entre 800 centímetros cúbicos y un litro. Este homínido fue el primero que dejó vestigios culturales y sociales. Usaba el fuego y desarrolló una proto estructura social para la obtención de alimentos. Además utilizaba asentamientos permanentes y dedicaba un prolongado período al acompañamiento de los hijos después del nacimiento.
Por su parte, el Homo Sapiens, hace cien mil años, aumentó su cerebro hasta abarcar de 1100 a 1800 centímetros cúbicos (los extinguidos Neandertales, que sepultaban ritualmente a sus muertos y construyeron herramientas refinadas, llegaron a tener 1900 centímetros cúbicos).
En una suerte de círculo virtuoso, el uso de herramientas estimuló el desarrollo del cerebro, y esta mejora potenció lo demás. La inteligencia del hombre lo fue llevando a aprovechar de modo más racional lo que le brindaba la naturaleza. Así, empezó a coordinar mejor sus movimientos al caminar erguido, comenzó a construir y conservar nuevos utensilios, abrigarse con pieles, tallar la piedra, hacer fuego y a pasar saberes. Estaban naciendo la razón y la cultura.
El Ser humano se hizo sedentario y desarrolló la agricultura y la ganadería. La división de tareas generó los poblados y nació el comercio. La cooperación impulsaba el desarrollo. Las capacidades matemáticas y literarias son tardías. Empezaron hace aproximadamente cuatro mil años, y también marcan un avance reforzado por la relación con sus pares.
El nicho cognitivo
“Como Jano, la evolución debe mirar siempre en dos direcciones: hacia el interior, hacia la regularidad del desarrollo y la fisiología de las criaturas vivas, y hacia el exterior, hacia los caprichos y las exigencias del ambiente” (Gregory Bateson, “Mente y naturaleza”, 1979).
Muchas especies se vieron asediadas por problemas similares, con resultados muy diferentes. De hecho, el mismo Homo Erectus -sin demasiadas luces- sobrevivió a períodos glaciares. Por lo tanto vale preguntarse ¿Qué tipo de presión evolutiva generó los efectos que desembocaron en el Homo Sapiens?
El psicólogo experimental, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense Steven Pinker ensaya una respuesta. Para el profesor de Harvard la clave está en que los ancestros del hombre encontraron y ocuparon lo que él denomina el novedoso “nicho cognitivo” de la evolución.
Para la biología un organismo construye un nicho cuando altera su hábitat en función de su estrategia de supervivencia. Esto incluye las formas de conseguir el alimento, escapar a los predadores y competir con otras especies por los recursos. Los nidos de los pájaros, las represas de los castores, los panales de avispas o la tela de la araña son algunos ejemplos.
En este caso, los Seres Humanos consiguieron sus ventajas evolutivas a partir del desarrollo de las interacciones sociales entre ellos y de un creciente razonamiento abstracto. De este modo, supieron improvisar ante problemas nuevos y además optimizaron el costo de adquirir información copiando lo que veían de sus pares y que podía serles de utilidad.
Como bien explica el neurólogo indio Vilayanur Ramachandran, a un oso polar le tomó 600 milenios evolucionar hasta obtener una capa de grasa y un pelaje que lo preservara del frío del Norte. A un humano le bastan unas horas para entender cómo se caza y despelleja a un oso y se obtiene el mismo resultado.
Pinker escribió en 2010 que para llegar a este punto existen capacidades humanas que se refuerzan entre sí. Estas serían el saber tecnológico que redundó en la invención y utilización de herramientas especializadas, y al que subyacería un razonamiento intuitivo en dominios como la física, la geometría y la biología. Además, esta capacidad exige flexibilidad de las manos y coordinación espacial y temporal entre el ojo y los dedos.
También es vital una potenciación de las relaciones sociales. La cooperación de confianza entre familiares y desconocidos es un paso adelante evolutivo. Supone mejoras en las estrategias de caza, cuidado conjunto de las crías, desarrollo del comercio, la justicia y la solidaridad como conceptos.
Para Pirker otro factor vital en este proceso es la incorporación de un lenguaje con una gramática elaborada, que permitiera transmitir información valiosa de forma indefinida, y menciona que también influyeron otros rasgos propios de la especie como la longevidad, la prolongación de la infancia y la división humana en culturas y tradiciones diferentes.
Estos elementos siguen estando presentes y no hay porqué descartar que continúen evolucionando impulsando hacia adelante a la especie humana.
Artículo elaborado por la Dra. Patricia Arca Mena y el Lic. Gustavo Masutti Llach, residentes en Auckland, colaboradores de Tendencias21 de las Religiones.
FUENTE
La espiritualidad y la vida en sociedad podrían resolver los problemas físicos y fisiológicos que plantean la evolución del cerebro, la mente y la inteligencia humanas. Hay firmes bases neurobiológicas, sociológicas y antropológicas que sostienen la hipótesis.
En ese escenario, la posibilidad hipotética de una evolución hacia un Homo Gestalt Místico ya no resulta sólo restringida a la fantaciencia. Podríamos decir que hay resultados, y especulaciones de neurocientíficos, que podrían avalar con fundamento la prognosis de que la evolución futura de la humanidad se diera en una línea en que la experiencia religiosa y mística jugara un papel creciente.
Más que humano: El Homo Gestalt Místico
La espiritualidad y la vida en sociedad podrían resolver los problemas físicos y fisiológicos que plantean la evolución del cerebro, la mente y la inteligencia humanas. Hay firmes bases neurobiológicas, sociológicas y antropológicas que sostienen la hipótesis. Una añeja novela de ciencia ficción es el punto de partida para esta especulación.
“La Gestalt tiene, como otros seres, manos, cabeza, órganos, mente—dijo Janie—. Pero lo más humano es en ella, como en cualquier otro ser, lo que ha aprendido... y merecido. Lo que nadie posee mientras es joven, lo que obtiene (y sólo a veces) tras una larga búsqueda y gracias a una profunda convicción, Y lo que es, desde entonces, parte definitiva de uno mismo”. Theodore Sturgeon (1919 – 1985), “Más que humano”, novelista estadounidense.
En 1953 el escritor estadounidense Theodore Sturgeon decidió amalgamar tres cuentos largos para dar forma a una de las mejores novelas de ciencia ficción de la historia: “Más que humano”. Lejos de los cohetes y los marcianos que dominaban el género a mediados del siglo XX, en el libro Sturgeon especuló sobre el nacimiento de una nueva especie, el Homo Gestaltiensis. Planteó una posible evolución de la humanidad en un ser coral que es mucho más que la suma de sus partes; donde cada una de ellas es independiente pero disfuncional, hasta que todas se juntan y “coengranan”. Además, este Homo Gestalt es inmortal, ya que cada uno de los personajes que lo componen puede ser sustituido.
Si bien la historia estaba plagada de fantasías (los personajes tenían capacidades paranormales), la idea de una evolución hacia un “hombre social o múltiple” es muy atractiva y vale la pena rescatarla y analizarla. La pregunta de fondo sería entonces: ¿Es absolutamente imposible que el hombre esté en camino a evolucionar en una suerte de Homo Gestaltiensis? De ser así, ¿cuál sería el adhesivo que cohesionaría las personalidades individuales?
La larga marcha
Desde el punto de vista evolutivo, los Homo Sapiens son una especie muy joven. Apenas tienen sobre la Tierra entre 1500 y 2000 siglos pero en ese tiempo lograron lo que ninguna otra: se reprodujeron y poblaron hasta los lugares más inhóspitos de la Tierra, controlaron el fuego, desarrollaron un lenguaje, modificaron el medio ambiente y hasta consiguieron pisar la Luna.
La conquista la iniciaron en el Este de África y desde allí se expandieron hacia el resto del mundo. A partir de ese momento la población de Homo Sapiens comenzó a crecer e inició un recorrido que lo llevaría a poblar el planeta. El Ser Humano consiguió sobrevivir a todas las condiciones, por adversas que fuesen. A diferencia del resto de las especies animales que se encuentran limitadas a vivir sólo en los ambientes para los que sus genes se han adaptado. ¿Qué lo hace diferente? La respuesta parece estar entre sus orejas.
La evolución física del cerebro
i[“Las variaciones, [...] si son en algún grado provechosas a los individuos de una especie en sus relaciones infinitamente complejas con otros seres orgánicos y con sus condiciones físicas de vida, tenderán a la conservación de estos individuos y serán, en general, heredadas por la descendencia”]i (Charles Darwin).
La famosa austrolopitecus “Lucy”, considerada como uno de los primeros homínidos, pertenecía a una especie que vivió hace tres o cuatro millones de años y cuyo cerebro tenía un volumen de aproximadamente 450 centímetros cúbicos, similar al de los chimpancés. Esta medida no se modificó demasiado durante un millón y medio de años. Pero a partir de ese momento, a diferencia de la mayoría de las especies, la capacidad cerebral de los homínidos creció proporcionalmente mucho más que el resto del cuerpo. Y lo hizo en una tendencia sostenida, que ha ido acelerándose, a un ritmo promedio de casi 35 mililitros (equivalentes a algo más de dos cucharadas soperas o un vasito de licor) por cada 100.000 años.
El Homo Habilis, que ya sabía usar instrumentos de piedra, tenía un cerebro de 700 centímetros cúbicos, y el Homo erectus, hace 1,8 millones de años, mostró un incremento cerebral hasta alcanzar entre 800 centímetros cúbicos y un litro. Este homínido fue el primero que dejó vestigios culturales y sociales. Usaba el fuego y desarrolló una proto estructura social para la obtención de alimentos. Además utilizaba asentamientos permanentes y dedicaba un prolongado período al acompañamiento de los hijos después del nacimiento.
Por su parte, el Homo Sapiens, hace cien mil años, aumentó su cerebro hasta abarcar de 1100 a 1800 centímetros cúbicos (los extinguidos Neandertales, que sepultaban ritualmente a sus muertos y construyeron herramientas refinadas, llegaron a tener 1900 centímetros cúbicos).
En una suerte de círculo virtuoso, el uso de herramientas estimuló el desarrollo del cerebro, y esta mejora potenció lo demás. La inteligencia del hombre lo fue llevando a aprovechar de modo más racional lo que le brindaba la naturaleza. Así, empezó a coordinar mejor sus movimientos al caminar erguido, comenzó a construir y conservar nuevos utensilios, abrigarse con pieles, tallar la piedra, hacer fuego y a pasar saberes. Estaban naciendo la razón y la cultura.
El Ser humano se hizo sedentario y desarrolló la agricultura y la ganadería. La división de tareas generó los poblados y nació el comercio. La cooperación impulsaba el desarrollo. Las capacidades matemáticas y literarias son tardías. Empezaron hace aproximadamente cuatro mil años, y también marcan un avance reforzado por la relación con sus pares.
El nicho cognitivo
“Como Jano, la evolución debe mirar siempre en dos direcciones: hacia el interior, hacia la regularidad del desarrollo y la fisiología de las criaturas vivas, y hacia el exterior, hacia los caprichos y las exigencias del ambiente” (Gregory Bateson, “Mente y naturaleza”, 1979).
Muchas especies se vieron asediadas por problemas similares, con resultados muy diferentes. De hecho, el mismo Homo Erectus -sin demasiadas luces- sobrevivió a períodos glaciares. Por lo tanto vale preguntarse ¿Qué tipo de presión evolutiva generó los efectos que desembocaron en el Homo Sapiens?
El psicólogo experimental, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense Steven Pinker ensaya una respuesta. Para el profesor de Harvard la clave está en que los ancestros del hombre encontraron y ocuparon lo que él denomina el novedoso “nicho cognitivo” de la evolución.
Para la biología un organismo construye un nicho cuando altera su hábitat en función de su estrategia de supervivencia. Esto incluye las formas de conseguir el alimento, escapar a los predadores y competir con otras especies por los recursos. Los nidos de los pájaros, las represas de los castores, los panales de avispas o la tela de la araña son algunos ejemplos.
En este caso, los Seres Humanos consiguieron sus ventajas evolutivas a partir del desarrollo de las interacciones sociales entre ellos y de un creciente razonamiento abstracto. De este modo, supieron improvisar ante problemas nuevos y además optimizaron el costo de adquirir información copiando lo que veían de sus pares y que podía serles de utilidad.
Como bien explica el neurólogo indio Vilayanur Ramachandran, a un oso polar le tomó 600 milenios evolucionar hasta obtener una capa de grasa y un pelaje que lo preservara del frío del Norte. A un humano le bastan unas horas para entender cómo se caza y despelleja a un oso y se obtiene el mismo resultado.
Pinker escribió en 2010 que para llegar a este punto existen capacidades humanas que se refuerzan entre sí. Estas serían el saber tecnológico que redundó en la invención y utilización de herramientas especializadas, y al que subyacería un razonamiento intuitivo en dominios como la física, la geometría y la biología. Además, esta capacidad exige flexibilidad de las manos y coordinación espacial y temporal entre el ojo y los dedos.
También es vital una potenciación de las relaciones sociales. La cooperación de confianza entre familiares y desconocidos es un paso adelante evolutivo. Supone mejoras en las estrategias de caza, cuidado conjunto de las crías, desarrollo del comercio, la justicia y la solidaridad como conceptos.
Para Pirker otro factor vital en este proceso es la incorporación de un lenguaje con una gramática elaborada, que permitiera transmitir información valiosa de forma indefinida, y menciona que también influyeron otros rasgos propios de la especie como la longevidad, la prolongación de la infancia y la división humana en culturas y tradiciones diferentes.
Estos elementos siguen estando presentes y no hay porqué descartar que continúen evolucionando impulsando hacia adelante a la especie humana.
Identidad
“Los mamíferos son más socialmente unidos que los reptiles, los primates más que otros mamíferos, y los Humanos más que otros primates. Lo que esto sugiere es que aquella acción de hacerse más socialmente unidos es esencial a nuestra supervivencia. En cierto modo, la evolución ha hecho apuestas en cada paso hasta entender que el mejor modo de hacernos más exitosos es hacernos más sociales”. (Matthew Lieberman: “Social: Why Our Brains Are Wired to Connect” (J).
Por lo expuesto hasta aquí, no resultaría osado afirmar que nuestra identidad como especie está dada por la inteligencia, el aprendizaje y la manera de relacionarse con el entorno. Y a los pilares que marcó Pirker podrían agregarse otros como el aprendizaje social, la teoría de la mente y las neuronas espejo.
El primero nos habilita a copiar comportamientos a través de la simple observación; el segundo pilar permite atribuirle estados mentales a otros congéneres, y así anticipar sus comportamientos al entender sus motivaciones. Por su parte, las neuronas espejo son vitales para el desarrollo de la empatía, el aprendizaje por imitación, la solidaridad y el altruismo.
La teoría del aprendizaje social tiene un siglo de vida y afirma que los Seres Humanos aprenden dentro de un contexto social, a través de conceptos como el modelado y la observación. Cornell Montgomery (1843-1904) planteó cuatro etapas: contacto cercano, imitación de los superiores, comprensión de los conceptos, y comportamiento del modelo a seguir. De tal modo, la teoría señala tres requisitos para que las personas aprendan y modelen su comportamiento: retención (recordar lo que uno ha observado), reproducción (habilidad de reproducir lo visto) y motivación (una buena razón) para querer adoptar esa conducta.
Por su parte, la teoría de la mente refiere a la habilidad para comprender y predecir la conducta de otras personas, sus conocimientos, sus intenciones y dogmas, por caso. Tal capacidad de percepción comprende un conjunto de sensaciones, creencias o sentimientos, que van desde el reconocimiento de emociones en la cara del otro hasta las más complejas capacidades de empatía y moralidad.
Todas estas capacidades ayudan a sobrevivir en un ambiente social porque permiten predecir lo que hará una persona en función de lo que sabemos que ella cree o comprender sus emociones reflejadas en la mirada. En tanto que la enseñanza se produce en grupo, la teoría de la mente está íntimamente ligada al proceso de aprendizaje. De este modo, la corteza motora, responsable del control de los movimientos, se activa al observar los movimientos de otra persona. Y, siguiendo esta lógica, con sólo estudiar el tamaño del neocórtex se podría predecir el tamaño del grupo en los que una especie se congrega, porque la inteligencia es social.
En este marco, una rama de las neurociencias le da una vital importancia a las neuronas espejo en los procesos de evolución de la empatía y el lenguaje. No casualmente están ubicadas en la corteza frontal inferior del cerebro, una zona vecina a la del lenguaje.
Descubiertas (mientras buscaban otra cosa) en la década de los noventa por el equipo del neurobiólogo italianoGiacomo Rizzolatti, estas células se activan tanto cuando un animal o ser humano realiza una actividad, como al observar a otros ejecutarla. Es decir que las neuronas espejo pueden reproducir “virtualmente” la misma actividad correspondiente a la acción percibida, pero sin realizarla concretamente. Generan una representación mental de la acción observada.
Por lo expuesto, nuestra especie da pistas de que evolucionó para convertirse en gregaria. Estaríamos destinados y moldeados para formar parte de un grupo. De ahí viene nuestra necesidad de reunirnos, cooperar y comunicarnos con nuestros pares. Ahora bien, ¿cuál será el próximo paso?
El hombre del futuro
Las hipótesis sobre el futuro de la especie son muchas y están a atadas a demasiadas variables como para analizarlas todas. Hay quienes sostienen que la evolución está detenida por los avances de la medicina, que altera (para estos teóricos) el concepto mismo de selección natural. Dicen que al ayudar a los débiles o discapacitados se desactiva el filtro de la supervivencia de los más aptos. Otros opinan precisamente lo contrario: que de la mano de la tecnología llegarán las mejoras evolutivas. Las herramientas que nos convertirían en más aptos serían la farmacología, la ingeniería genética o la suma de partes robóticas.
Esta corriente argumenta que si ya hay químicos que mejoran el rendimiento físico e intelectual y si se consiguiera sintetizar esteroides saludables, no habría razón para limitarlos. Por su parte, si se logra manipular eficientemente el código genético, nada impediría limar esas “rebarbas” que terminan en deformidades o enfermedades. Por último, muchos ya dependen de sus smartphones para que los asistan como una memoria amplificada, al tener, vía Internet, contacto con una base de datos gigantesca.
Otros hablan del Unihuman (la suma de todas las razas, con un solo idioma y cultura), o del Survivalistian (aquellos que se adapten mejor a algún holocausto que modifique las condiciones climáticas, por ejemplo).
Pero lo cierto es que todas estas teorías adolecen, desde nuestro punto de vista, de que imaginan a un Ser Humano que evoluciona desde lo físico, como si fuese tan importante que dentro de 5 mil años nuestros descendientes vayan a correr más rápido, saltar más alto, soportar más calor y/o hambre o nacer sin apéndice, cuando acabamos de determinar que el verdadero salto evolutivo del Homo Sapiens fue intelectual, social y cultural. Entonces, la pregunta se mantiene pero modificada: ¿cómo será la evolución de la mente humana?
Límites Físicos
Una vez determinado que lo que define la evolución del Ser Humano es su manera diferente de razonar, aprender, su inteligencia y su memoria, el paso siguiente debería ser, una vez más, la evolución de su forma de pensar.
Una de las primeras intuiciones sería que el Ser Humano avance hacia una inteligencia superior de acuerdo a los estándares actuales. Para eso, el sentido común dice que son necesarias modificaciones anatómicas: un cerebro optimizado para una mente evolucionada. Más eficiente.
Cualquier estructura es susceptible de mejoras y cambios desde el punto de vista evolutivo, sin embargo, las leyes de la física son implacables y, aplicadas a la anatomía cerebral, imponen ciertos límites que parecen insalvables, tal como lo planteó el periodista Douglas Fox en su artículo “Los límites de la inteligencia” publicado en Scientific American de Julio de 2011.
El cerebro se compone de neuronas, células especializadas en la recepción de estímulos y conducción del impulso nervioso entre ellas o con otros tipos celulares, y de células gliales que desempeñan la función de soporte de las anteriores. La suspicacia está puesta en la densidad de los nodos conectivos, la distancia entre las neuronas y la velocidad de conducción de sus prolongaciones (dendritas y axones). De este modo, cuantas más neuronas haya, más extensas y efectivas serán las redes neuronales. Sin embargo, un cerebro grande no implica automáticamente un mayor número de neuronas.
El cerebro de una vaca es mucho más grande que el de un ratón, aunque no se perciban marcadas diferencias en la inteligencia entre los dos animales. Por eso se usa el “cociente de encefalización”, que le da preponderancia al tamaño del cerebro en relación con el del cuerpo. Entonces sí el Ser Humano se ubica en el grupo que se encuentra al tope de la escala.
No obstante, tampoco un cerebro de mayor tamaño es una ventaja evolutiva indiscutible. Un cráneo grande es una carga para la especie, ya que dificulta el parto y prolonga el período de la infancia. Esto motiva que se atrase la inclusión de los adolescentes al sostenimiento del grupo. Para compensar tal desventaja el Ser Humano desarrolló una longevidad superior.
Sí, un cerebro más grande redunda en neuronas más grandes, que incrementan sus interconexiones, pero también aumenta la distancia entre ellas. Ergo, la señal tarda más tiempo en llegar a destino y se pierde eficiencia. No hay ventaja evolutiva allí.
Tampoco la hay si aumenta el grosor de las conexiones, porque esto requiere un consumo mayor de energía. Encima, si aumenta el tejido cortical, la glía lo hace muchísimo más que las neuronas lo que al final termina haciendo crecer de tamaño al conjunto del cerebro.
Una solución alternativa podría ser que el sistema nervioso evolucione hacia cierto grado de compresión. Que los circuitos cerebrales fuesen más densos con conexiones más finas implicaría un menor gasto de energía para una mayor actividad. Una vez más el pero es físico. Los canales iónicos de las neuronas parecen haberse reducido tanto como es posible. Si se llega a cierto nivel de miniaturización el “ruido en la línea” podría activar a las neuronas a dispararse cuando no es requerido. Como esos detectores de humo muy sensibles que dan permanentes falsas alarmas.
Esa es la cuestión. Hay datos que podrían indicar que se está cerca del límite físico de la optimización del cerebro. De tal modo que si fuera cierto ¿esto significa el fin de la evolución? De ninguna manera. Aún si tomamos esa hipótesis como válida, todavía hay chances, posibilidades, oportunidades. La mente humana es capaz de ampliar sus límites convirtiéndose en un superorganismo.
“Los mamíferos son más socialmente unidos que los reptiles, los primates más que otros mamíferos, y los Humanos más que otros primates. Lo que esto sugiere es que aquella acción de hacerse más socialmente unidos es esencial a nuestra supervivencia. En cierto modo, la evolución ha hecho apuestas en cada paso hasta entender que el mejor modo de hacernos más exitosos es hacernos más sociales”. (Matthew Lieberman: “Social: Why Our Brains Are Wired to Connect” (J).
Por lo expuesto hasta aquí, no resultaría osado afirmar que nuestra identidad como especie está dada por la inteligencia, el aprendizaje y la manera de relacionarse con el entorno. Y a los pilares que marcó Pirker podrían agregarse otros como el aprendizaje social, la teoría de la mente y las neuronas espejo.
El primero nos habilita a copiar comportamientos a través de la simple observación; el segundo pilar permite atribuirle estados mentales a otros congéneres, y así anticipar sus comportamientos al entender sus motivaciones. Por su parte, las neuronas espejo son vitales para el desarrollo de la empatía, el aprendizaje por imitación, la solidaridad y el altruismo.
La teoría del aprendizaje social tiene un siglo de vida y afirma que los Seres Humanos aprenden dentro de un contexto social, a través de conceptos como el modelado y la observación. Cornell Montgomery (1843-1904) planteó cuatro etapas: contacto cercano, imitación de los superiores, comprensión de los conceptos, y comportamiento del modelo a seguir. De tal modo, la teoría señala tres requisitos para que las personas aprendan y modelen su comportamiento: retención (recordar lo que uno ha observado), reproducción (habilidad de reproducir lo visto) y motivación (una buena razón) para querer adoptar esa conducta.
Por su parte, la teoría de la mente refiere a la habilidad para comprender y predecir la conducta de otras personas, sus conocimientos, sus intenciones y dogmas, por caso. Tal capacidad de percepción comprende un conjunto de sensaciones, creencias o sentimientos, que van desde el reconocimiento de emociones en la cara del otro hasta las más complejas capacidades de empatía y moralidad.
Todas estas capacidades ayudan a sobrevivir en un ambiente social porque permiten predecir lo que hará una persona en función de lo que sabemos que ella cree o comprender sus emociones reflejadas en la mirada. En tanto que la enseñanza se produce en grupo, la teoría de la mente está íntimamente ligada al proceso de aprendizaje. De este modo, la corteza motora, responsable del control de los movimientos, se activa al observar los movimientos de otra persona. Y, siguiendo esta lógica, con sólo estudiar el tamaño del neocórtex se podría predecir el tamaño del grupo en los que una especie se congrega, porque la inteligencia es social.
En este marco, una rama de las neurociencias le da una vital importancia a las neuronas espejo en los procesos de evolución de la empatía y el lenguaje. No casualmente están ubicadas en la corteza frontal inferior del cerebro, una zona vecina a la del lenguaje.
Descubiertas (mientras buscaban otra cosa) en la década de los noventa por el equipo del neurobiólogo italianoGiacomo Rizzolatti, estas células se activan tanto cuando un animal o ser humano realiza una actividad, como al observar a otros ejecutarla. Es decir que las neuronas espejo pueden reproducir “virtualmente” la misma actividad correspondiente a la acción percibida, pero sin realizarla concretamente. Generan una representación mental de la acción observada.
Por lo expuesto, nuestra especie da pistas de que evolucionó para convertirse en gregaria. Estaríamos destinados y moldeados para formar parte de un grupo. De ahí viene nuestra necesidad de reunirnos, cooperar y comunicarnos con nuestros pares. Ahora bien, ¿cuál será el próximo paso?
El hombre del futuro
Las hipótesis sobre el futuro de la especie son muchas y están a atadas a demasiadas variables como para analizarlas todas. Hay quienes sostienen que la evolución está detenida por los avances de la medicina, que altera (para estos teóricos) el concepto mismo de selección natural. Dicen que al ayudar a los débiles o discapacitados se desactiva el filtro de la supervivencia de los más aptos. Otros opinan precisamente lo contrario: que de la mano de la tecnología llegarán las mejoras evolutivas. Las herramientas que nos convertirían en más aptos serían la farmacología, la ingeniería genética o la suma de partes robóticas.
Esta corriente argumenta que si ya hay químicos que mejoran el rendimiento físico e intelectual y si se consiguiera sintetizar esteroides saludables, no habría razón para limitarlos. Por su parte, si se logra manipular eficientemente el código genético, nada impediría limar esas “rebarbas” que terminan en deformidades o enfermedades. Por último, muchos ya dependen de sus smartphones para que los asistan como una memoria amplificada, al tener, vía Internet, contacto con una base de datos gigantesca.
Otros hablan del Unihuman (la suma de todas las razas, con un solo idioma y cultura), o del Survivalistian (aquellos que se adapten mejor a algún holocausto que modifique las condiciones climáticas, por ejemplo).
Pero lo cierto es que todas estas teorías adolecen, desde nuestro punto de vista, de que imaginan a un Ser Humano que evoluciona desde lo físico, como si fuese tan importante que dentro de 5 mil años nuestros descendientes vayan a correr más rápido, saltar más alto, soportar más calor y/o hambre o nacer sin apéndice, cuando acabamos de determinar que el verdadero salto evolutivo del Homo Sapiens fue intelectual, social y cultural. Entonces, la pregunta se mantiene pero modificada: ¿cómo será la evolución de la mente humana?
Límites Físicos
Una vez determinado que lo que define la evolución del Ser Humano es su manera diferente de razonar, aprender, su inteligencia y su memoria, el paso siguiente debería ser, una vez más, la evolución de su forma de pensar.
Una de las primeras intuiciones sería que el Ser Humano avance hacia una inteligencia superior de acuerdo a los estándares actuales. Para eso, el sentido común dice que son necesarias modificaciones anatómicas: un cerebro optimizado para una mente evolucionada. Más eficiente.
Cualquier estructura es susceptible de mejoras y cambios desde el punto de vista evolutivo, sin embargo, las leyes de la física son implacables y, aplicadas a la anatomía cerebral, imponen ciertos límites que parecen insalvables, tal como lo planteó el periodista Douglas Fox en su artículo “Los límites de la inteligencia” publicado en Scientific American de Julio de 2011.
El cerebro se compone de neuronas, células especializadas en la recepción de estímulos y conducción del impulso nervioso entre ellas o con otros tipos celulares, y de células gliales que desempeñan la función de soporte de las anteriores. La suspicacia está puesta en la densidad de los nodos conectivos, la distancia entre las neuronas y la velocidad de conducción de sus prolongaciones (dendritas y axones). De este modo, cuantas más neuronas haya, más extensas y efectivas serán las redes neuronales. Sin embargo, un cerebro grande no implica automáticamente un mayor número de neuronas.
El cerebro de una vaca es mucho más grande que el de un ratón, aunque no se perciban marcadas diferencias en la inteligencia entre los dos animales. Por eso se usa el “cociente de encefalización”, que le da preponderancia al tamaño del cerebro en relación con el del cuerpo. Entonces sí el Ser Humano se ubica en el grupo que se encuentra al tope de la escala.
No obstante, tampoco un cerebro de mayor tamaño es una ventaja evolutiva indiscutible. Un cráneo grande es una carga para la especie, ya que dificulta el parto y prolonga el período de la infancia. Esto motiva que se atrase la inclusión de los adolescentes al sostenimiento del grupo. Para compensar tal desventaja el Ser Humano desarrolló una longevidad superior.
Sí, un cerebro más grande redunda en neuronas más grandes, que incrementan sus interconexiones, pero también aumenta la distancia entre ellas. Ergo, la señal tarda más tiempo en llegar a destino y se pierde eficiencia. No hay ventaja evolutiva allí.
Tampoco la hay si aumenta el grosor de las conexiones, porque esto requiere un consumo mayor de energía. Encima, si aumenta el tejido cortical, la glía lo hace muchísimo más que las neuronas lo que al final termina haciendo crecer de tamaño al conjunto del cerebro.
Una solución alternativa podría ser que el sistema nervioso evolucione hacia cierto grado de compresión. Que los circuitos cerebrales fuesen más densos con conexiones más finas implicaría un menor gasto de energía para una mayor actividad. Una vez más el pero es físico. Los canales iónicos de las neuronas parecen haberse reducido tanto como es posible. Si se llega a cierto nivel de miniaturización el “ruido en la línea” podría activar a las neuronas a dispararse cuando no es requerido. Como esos detectores de humo muy sensibles que dan permanentes falsas alarmas.
Esa es la cuestión. Hay datos que podrían indicar que se está cerca del límite físico de la optimización del cerebro. De tal modo que si fuera cierto ¿esto significa el fin de la evolución? De ninguna manera. Aún si tomamos esa hipótesis como válida, todavía hay chances, posibilidades, oportunidades. La mente humana es capaz de ampliar sus límites convirtiéndose en un superorganismo.
Portada del libro “Superorganismo Universal: Una Teoría de la Evolución Hacia la Complejidad”, del médico genetista e investigador hondureño Edwin Francisco Herrera Paz.
Los superoganismos
“Los seres humanos en la sociedad moderna lenta y cadenciosamente nos asemejamos cada día a las células de un organismo multicelular. Toda la información está disponible para cada célula, pero cada una utiliza sólo una fracción, y cada una está interconectada de alguna manera con todas las demás. Como una célula depende de otras para sobrevivir, nosotros dependemos de nuestros congéneres cada día más”. (Edwin Francisco Herrera Paz, “Superorganismo Universal: Una Teoría de la Evolución Hacia la Complejidad”).
En 1911 el entomólogo estadounidense William Morton Wheeler (1865 –1937), impresionado por el funcionamiento coordinado de una colonia de hormigas, propuso para definirla el término “superorganismo”. El concepto describe a un grupo de individuos que funcionan como una unidad y no de manera independiente, y posee características específicas de tamaño, forma y comportamiento que se heredan de generación en generación.
En la colmena o el hormiguero cada miembro cumple una función social y todos dependen del resto. A tal punto que los individuos no pueden sobrevivir por su cuenta durante mucho tiempo y, hasta podría caber la pregunta de si el ser vivo es la abeja o la colmena, la hormiga o el hormiguero. Si se fuerza un poco la metáfora, se puede extender a las células vivas que conforman a un ser más complejo, como un conejo. O, un poco más osado, a los ciudadanos de un pueblo, puesto que a ellos también les costaría mucho vivir aislados, pero esto podría ser ir demasiado lejos.
En su libro Superorganismo Universal: Una Teoría de la Evolución Hacia la Complejidad, el médico genetista e investigador hondureño Edwin Francisco Herrera Paz puntualiza que la resolución de problemas por medio de una conducta coordinada en las hormigas u otros insectos sociales tales como las abejas se ha denominado ‘inteligencia colectiva’. Luego explica que este tipo de inteligencia es una propiedad emergente de un sistema compuesto por muchos individuos que sigue un pequeño conjunto de reglas y que hace funcionar al sistema como si fuera una unidad, inseparable.
“Al comparar –escribe- una colonia de hormigas o tal vez un grupo humano antiguo con la filogenia de los organismos multicelulares nos damos cuenta de que las mismas limitaciones de los primeros metazoos como los celentéreos se aplican al hormiguero o a la sociedad humana primitiva, pero en un nivel de complejidad evolutiva más alta. Aunque muy bien estructurado, el comportamiento ordenado entre individuos dentro de la colonia de hormigas es dictado principalmente por medio de señales químicas, sistema lento que requiere de proximidad entre los participantes. Los restantes tipos de comunicación visual, auditiva y táctil también necesitan de una relativa proximidad”.
Y va más allá al afirmar: “Si decimos que una medusa es inteligente, bueno, podríamos aplicar también el término a la colonia de hormigas. No hace falta decir que la diferencia en inteligencia entre un metazoo radial primitivo como una medusa y un mamífero superior como un elefante, un delfín o un ser humano, es abismal. Del mismo modo, para generar el salto de la inteligencia colectiva primitiva de la comunidad de hormigas a la gran inteligencia comunitaria es necesario desarrollar métodos de comunicación más rápidos que puedan actuar a mayores rangos de distancias. El surgimiento de una verdadera gran inteligencia colectiva de una complejidad superior no se ha verificado aun en nuestra Tierra, pero es probable que encuentre el camino a través de la especie humana”.
Pero aunque varios opinan como él que el germen podría estar allí, hay consenso en que los Seres Humanos no conforman hoy un superorganismo o una inteligencia colectiva. En una entrevista con el español Eduard Punset, el entomólogo y biólogo estadounidense Edward Osborne Wilson opinaba: “La especie humana no es un superorganismo ni la sociedad humana tampoco. Son sociedades de mamíferos que se han desarrollado gracias a la inteligencia, las estipulaciones de contratos y el lenguaje, gracias a la habilidad de cooperar incluso para preservar y mejorar su propio interés”.
Reafirma Wilson que un ejemplo de superorganismo es, sí, una colonia de hormigas porque los miembros de la comunidad desarrollaron una serie de comportamientos muy complejos por medio de los cuales cooperan. Ellas tienen formas múltiples de individuos que forman grupos que realizan muy bien una función y no tan bien otras. Y todo esto se presenta reunido, de forma que generación tras generación las colonias de ciertas especies siempre son iguales, porque el cerebro de una hormiga está programado, casi por completo, para realizar cierto tipo de comunicaciones y el trabajo, de una manera determinada. Y también para que los individuos estén categorizados por la función de su trabajo para que la colonia sobreviva: la unidad es la colonia.
En cambio, para el experto biólogo, el caso del Homo Sapiens fue diferente. En primer lugar porque, la evolución de su cerebro es una de las más rápidas de todos los tiempos. Dice Wilson: “Algo sucedió que convirtió a los primates en lo que ahora reconocemos como humanos. Y en el proceso no nos convertimos en seres como las hormigas, sino que seguimos siendo mamíferos independientes: cada ser humano trabaja por su propio interés. Y esta individualidad y creatividad se conserva”.
El pegamento
“No somos seres humanos teniendo una experiencia espiritual. Somos seres espirituales teniendo una experiencia humana. Usted no es un ser humano en busca de una experiencia espiritual. Usted es un ser espiritual sumergido en una experiencia humana.” (Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) Sacerdote, geólogo, paleontólogo, filósofo y teólogo francés).
Entonces, de acuerdo con lo desarrollado hasta aquí, el principal problema que debería sortear el cerebro humano para evolucionar hacia la inteligencia colectiva o el pensamiento en red propio de un Homo Gestalt, es el de la individualidad que también define al Homo Sapiens. Sin embargo, no es una valla imposible de saltar, tal vez la respuesta ya esté encriptada en el cerebro y sólo haga falta activarla.
Como bien dice el psiquiatra e investigador en evolución y neurociencias español Pablo Pitiklinov, “ciertos autores (Boyer, Atran, Norezayan), que están estudiando la religión desde el punto de vista evolucionista, están llegando todos a la conclusión de que la tendencia a producir dioses forma parte de la naturaleza humana y que la religión está ahí porque ofrece ventajas adaptativas, une al grupo y aumenta el número de genes que se transmiten a la descendencia, en definitiva. El cerebro humano produce dioses igual que el hígado produce bilis”.
Una de las razones por las que los creyentes sobrevivieron es que la religión les dio ventajas evolutivas como la cohesión grupal y el altruísmo. Pero en este juego de adivinar el siguiente paso en la evolución de la mente humana se le podría otorgar la oportunidad a la idea de que si todavía persiste con tanta resiliencia la fe, y los mecanismos para que un individuo experimente una conexión mística, es porque será imprescindible en el proceso.
Hay algunos indicios, como el estudio de Björn Vickhoff del Instituto de Neurociencia y Fisiología de la Universidad de Gothenburg, cuyos datos publica la revista “Frontiers in Neuroscience”, que mostró que cuando un grupo cantaba mantras o una canción juntas, sus corazones tendían a coordinar su ritmo de latidos. Y hay una gran cantidad de estudios que no permiten descartar una base neurobiológica para la Fe.
El investigador en neurociencia español Francisco Rubia afina la puntería: “Yo no diría que la religión es un fenómeno natural, sino social. Lo que parece natural es la espiritualidad, la sensación de trascendencia, o sea, lo que es hoy posible provocar por medios artificiales y siempre lo fue con técnicas activas, pasivas o por medio de sustancias alucinógenas. Es muy probable que esta experiencia espiritual que surge de estructuras cerebrales cuando son activadas experimentalmente, o de manera espontánea, o por un tipo especial de epilepsia, tenga que ver algo con la religión, al menos con sus comienzos. No parece casual que los fundadores de religiones hayan tenido esta experiencia”.
Por lo tanto, la experiencia mística bien podría ser una llave de entrada hacia el Homo Gestalt, por tratarse de un estado en el que, entre sus características principales figura que el que la vive se ve envuelto por una profunda sensación de unión con lo Absoluto y pérdida del yo y la individualidad.
En “Adventure into the Unconscious” John Custance (citado por Rubia) describe: “Me siento tan cerca de Dios, tan penetrado por Su Espíritu, que en cierto sentido soy Dios. Veo el futuro, planifico el Universo, salvo a la Humanidad: soy absoluta y totalmente inmortal; soy, incluso, masculino y femenino. Todo el universo pasado, presente y futuro, animado e inanimado está dentro de mí. Toda la naturaleza y toda la vida y todos los espíritus trabajan conmigo y están unidos a mí; todo es posible (…). En cuanto están superadas las contradicciones y mi estado de elevación es por sí mismo una superación o una unión de los contrarios, comienzan a desaparecer de alguna manera los compartimientos herméticamente cerrados de la individualidad, las duras capas que rodean nuestro Yo. Yo ya no soy yo, sino muchos: aquellos con los que me encuentro no son ellos mismos, sino también muchos otros”.
El relato se acopla con el de muchas tradiciones místicas de Oriente y Occidente. Y las acciones de esos seres múltiples, de haberlos, serían equiparables a los de un superorganismo.
La base neurobiológica
Escribe Rubia: “El resultado de estas investigaciones mostraría que una parte del cerebro es la responsable de nuestro sentido de espiritualidad, con lo que éste quedaría ligado al cerebro y, por tanto, sería algo innato en el ser humano. De esta forma el materialismo que lo negase estaría negando al mismo tiempo algo importante en la naturaleza humana” (Francisco Rubia, “La conexión divina”).
Varios intentaron explicar desde la neurobiología esta particularidad de las experiencias místicas de perder el sentido de la individualidad. Entre los más conocidos figura el estudio publicado en “The Mystical Mind: Probing the Biology of Religious Experience”, por los doctores Andrew Newberg y Eugene d’Aquili de la Universidad de Pennsylvania (1999). Ellos obtuvieron imágenes cerebrales vía SPECT del doctor Michael Baime durante sus experiencias místicas. Comprobaron que se le encendió la corteza prefrontal y bajó la actividad de una zona en el lóbulo parietal superior, encargada de procesar la información acerca del tiempo y espacio. La misma que determina dónde el cuerpo termina y el resto del mundo comienza. Escribieron: “No hay manera de determinar si los cambios neurológicos asociados con la experiencia espiritual significan que el cerebro está causando esas experiencias.... o si en vez esta percibiendo una realidad espiritual”.
Francisco Rubia entiende que la búsqueda de lo espiritual, lo divino, tiene que haber estado presente desde que el momento en que el Homo sapiens haya caminado por primera vez. Además, recuerda que estas estructuras responsables de la espiritualidad pertenecen al sistema límbico, que se desarrolló con los mamíferos y mucho antes que la corteza cerebral. Explica Rubia: “El sistema límbico es un cerebro de afectos y sentimientos más arcaico, pero no sólo presente en nuestro cerebro, sino que también ha sufrido una evolución desde los mamíferos más primitivos hasta el hombre. Es una grave equivocación pensar que por tratarse de estructuras más antiguas, éstas no han evolucionado a lo largo de los millones de años que los mamíferos pueblan la tierra”.
Y hay más. Neuroimagenes de personas rezando o leyendo textos sagrados así como los estudios relativos a los efectos de la drogas contra el parkinson apoyan la teoría de que existe una relación entre la corteza prefrontal y la actividad religiosa (Zimmer 2006, Harris y McNamara 2008). También está probado que los comportamientos religiosos evolucionaron a la par del uso de herramientas y de la cultura (Stringer yAndrews, 2005). Koenig y Bouchard (2006) y Harris y McNamara (2008) señalan que los estudios en gemelos apoyan la teoría de una alta herencia del coeficiente de religiosidad y demuestran que esto es una habilidad adaptativa de la arquitectura del cerebro humano.
Michael Blume (2009) asegura que la religión influyó y todavía lo hace, en las motivaciones personales de reproducción. La estadística de mayor cantidad de nacimientos entre parejas religiosas que entre no creyentes avala este razonamiento (Inglehart y Norris, 2004; Newman y Hugo 2006, entre otros).
Entonces la cuenta es simple: si la “población religiosa” crece a un ritmo exponencialmente mayor que el resto, heredará la Tierra. Esta tendencia evolutiva humana hacia la espiritualidad y la religión son el caldo de cultivo para las experiencias místicas, y con ellas la tan buscada (por ellos) pérdida del yo o el ego. A esto hay que sumarle que las limitaciones físicas obturarían la posibilidad de una optimización anatómica del funcionamiento del cerebro y la evolución podría abrirse paso para el lado de un superorganismo más eficiente que la suma de las individualidades, favorecida esta vía por la tendencia humana a socializar y evolucionar en grupo.
En ese escenario, la posibilidad hipotética de una evolución hacia un Homo Gestalt Místico ya no resulta sólo restringida a la fantaciencia.
“Se vio a sí mismo como un átomo y vio a su Gestalt como una molécula. Vio a esos otros como una célula, y vio en su conjunto el diseño del ser en que, con alegría, llegaría a transformarse en la humanidad. Sintió que un raro sentimiento de adoración crecía dentro de él. Era ese sentimiento que la humanidad llamaba respetuosa de sí mismo. Extendió los brazos y de sus extraños ojos brotaron lágrimas. Gracias, respondió. Gracias; gracias. Y humildemente, se unió a ellos” (“Más que humano”, Theodore Sturgeon).
“Los seres humanos en la sociedad moderna lenta y cadenciosamente nos asemejamos cada día a las células de un organismo multicelular. Toda la información está disponible para cada célula, pero cada una utiliza sólo una fracción, y cada una está interconectada de alguna manera con todas las demás. Como una célula depende de otras para sobrevivir, nosotros dependemos de nuestros congéneres cada día más”. (Edwin Francisco Herrera Paz, “Superorganismo Universal: Una Teoría de la Evolución Hacia la Complejidad”).
En 1911 el entomólogo estadounidense William Morton Wheeler (1865 –1937), impresionado por el funcionamiento coordinado de una colonia de hormigas, propuso para definirla el término “superorganismo”. El concepto describe a un grupo de individuos que funcionan como una unidad y no de manera independiente, y posee características específicas de tamaño, forma y comportamiento que se heredan de generación en generación.
En la colmena o el hormiguero cada miembro cumple una función social y todos dependen del resto. A tal punto que los individuos no pueden sobrevivir por su cuenta durante mucho tiempo y, hasta podría caber la pregunta de si el ser vivo es la abeja o la colmena, la hormiga o el hormiguero. Si se fuerza un poco la metáfora, se puede extender a las células vivas que conforman a un ser más complejo, como un conejo. O, un poco más osado, a los ciudadanos de un pueblo, puesto que a ellos también les costaría mucho vivir aislados, pero esto podría ser ir demasiado lejos.
En su libro Superorganismo Universal: Una Teoría de la Evolución Hacia la Complejidad, el médico genetista e investigador hondureño Edwin Francisco Herrera Paz puntualiza que la resolución de problemas por medio de una conducta coordinada en las hormigas u otros insectos sociales tales como las abejas se ha denominado ‘inteligencia colectiva’. Luego explica que este tipo de inteligencia es una propiedad emergente de un sistema compuesto por muchos individuos que sigue un pequeño conjunto de reglas y que hace funcionar al sistema como si fuera una unidad, inseparable.
“Al comparar –escribe- una colonia de hormigas o tal vez un grupo humano antiguo con la filogenia de los organismos multicelulares nos damos cuenta de que las mismas limitaciones de los primeros metazoos como los celentéreos se aplican al hormiguero o a la sociedad humana primitiva, pero en un nivel de complejidad evolutiva más alta. Aunque muy bien estructurado, el comportamiento ordenado entre individuos dentro de la colonia de hormigas es dictado principalmente por medio de señales químicas, sistema lento que requiere de proximidad entre los participantes. Los restantes tipos de comunicación visual, auditiva y táctil también necesitan de una relativa proximidad”.
Y va más allá al afirmar: “Si decimos que una medusa es inteligente, bueno, podríamos aplicar también el término a la colonia de hormigas. No hace falta decir que la diferencia en inteligencia entre un metazoo radial primitivo como una medusa y un mamífero superior como un elefante, un delfín o un ser humano, es abismal. Del mismo modo, para generar el salto de la inteligencia colectiva primitiva de la comunidad de hormigas a la gran inteligencia comunitaria es necesario desarrollar métodos de comunicación más rápidos que puedan actuar a mayores rangos de distancias. El surgimiento de una verdadera gran inteligencia colectiva de una complejidad superior no se ha verificado aun en nuestra Tierra, pero es probable que encuentre el camino a través de la especie humana”.
Pero aunque varios opinan como él que el germen podría estar allí, hay consenso en que los Seres Humanos no conforman hoy un superorganismo o una inteligencia colectiva. En una entrevista con el español Eduard Punset, el entomólogo y biólogo estadounidense Edward Osborne Wilson opinaba: “La especie humana no es un superorganismo ni la sociedad humana tampoco. Son sociedades de mamíferos que se han desarrollado gracias a la inteligencia, las estipulaciones de contratos y el lenguaje, gracias a la habilidad de cooperar incluso para preservar y mejorar su propio interés”.
Reafirma Wilson que un ejemplo de superorganismo es, sí, una colonia de hormigas porque los miembros de la comunidad desarrollaron una serie de comportamientos muy complejos por medio de los cuales cooperan. Ellas tienen formas múltiples de individuos que forman grupos que realizan muy bien una función y no tan bien otras. Y todo esto se presenta reunido, de forma que generación tras generación las colonias de ciertas especies siempre son iguales, porque el cerebro de una hormiga está programado, casi por completo, para realizar cierto tipo de comunicaciones y el trabajo, de una manera determinada. Y también para que los individuos estén categorizados por la función de su trabajo para que la colonia sobreviva: la unidad es la colonia.
En cambio, para el experto biólogo, el caso del Homo Sapiens fue diferente. En primer lugar porque, la evolución de su cerebro es una de las más rápidas de todos los tiempos. Dice Wilson: “Algo sucedió que convirtió a los primates en lo que ahora reconocemos como humanos. Y en el proceso no nos convertimos en seres como las hormigas, sino que seguimos siendo mamíferos independientes: cada ser humano trabaja por su propio interés. Y esta individualidad y creatividad se conserva”.
El pegamento
“No somos seres humanos teniendo una experiencia espiritual. Somos seres espirituales teniendo una experiencia humana. Usted no es un ser humano en busca de una experiencia espiritual. Usted es un ser espiritual sumergido en una experiencia humana.” (Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) Sacerdote, geólogo, paleontólogo, filósofo y teólogo francés).
Entonces, de acuerdo con lo desarrollado hasta aquí, el principal problema que debería sortear el cerebro humano para evolucionar hacia la inteligencia colectiva o el pensamiento en red propio de un Homo Gestalt, es el de la individualidad que también define al Homo Sapiens. Sin embargo, no es una valla imposible de saltar, tal vez la respuesta ya esté encriptada en el cerebro y sólo haga falta activarla.
Como bien dice el psiquiatra e investigador en evolución y neurociencias español Pablo Pitiklinov, “ciertos autores (Boyer, Atran, Norezayan), que están estudiando la religión desde el punto de vista evolucionista, están llegando todos a la conclusión de que la tendencia a producir dioses forma parte de la naturaleza humana y que la religión está ahí porque ofrece ventajas adaptativas, une al grupo y aumenta el número de genes que se transmiten a la descendencia, en definitiva. El cerebro humano produce dioses igual que el hígado produce bilis”.
Una de las razones por las que los creyentes sobrevivieron es que la religión les dio ventajas evolutivas como la cohesión grupal y el altruísmo. Pero en este juego de adivinar el siguiente paso en la evolución de la mente humana se le podría otorgar la oportunidad a la idea de que si todavía persiste con tanta resiliencia la fe, y los mecanismos para que un individuo experimente una conexión mística, es porque será imprescindible en el proceso.
Hay algunos indicios, como el estudio de Björn Vickhoff del Instituto de Neurociencia y Fisiología de la Universidad de Gothenburg, cuyos datos publica la revista “Frontiers in Neuroscience”, que mostró que cuando un grupo cantaba mantras o una canción juntas, sus corazones tendían a coordinar su ritmo de latidos. Y hay una gran cantidad de estudios que no permiten descartar una base neurobiológica para la Fe.
El investigador en neurociencia español Francisco Rubia afina la puntería: “Yo no diría que la religión es un fenómeno natural, sino social. Lo que parece natural es la espiritualidad, la sensación de trascendencia, o sea, lo que es hoy posible provocar por medios artificiales y siempre lo fue con técnicas activas, pasivas o por medio de sustancias alucinógenas. Es muy probable que esta experiencia espiritual que surge de estructuras cerebrales cuando son activadas experimentalmente, o de manera espontánea, o por un tipo especial de epilepsia, tenga que ver algo con la religión, al menos con sus comienzos. No parece casual que los fundadores de religiones hayan tenido esta experiencia”.
Por lo tanto, la experiencia mística bien podría ser una llave de entrada hacia el Homo Gestalt, por tratarse de un estado en el que, entre sus características principales figura que el que la vive se ve envuelto por una profunda sensación de unión con lo Absoluto y pérdida del yo y la individualidad.
En “Adventure into the Unconscious” John Custance (citado por Rubia) describe: “Me siento tan cerca de Dios, tan penetrado por Su Espíritu, que en cierto sentido soy Dios. Veo el futuro, planifico el Universo, salvo a la Humanidad: soy absoluta y totalmente inmortal; soy, incluso, masculino y femenino. Todo el universo pasado, presente y futuro, animado e inanimado está dentro de mí. Toda la naturaleza y toda la vida y todos los espíritus trabajan conmigo y están unidos a mí; todo es posible (…). En cuanto están superadas las contradicciones y mi estado de elevación es por sí mismo una superación o una unión de los contrarios, comienzan a desaparecer de alguna manera los compartimientos herméticamente cerrados de la individualidad, las duras capas que rodean nuestro Yo. Yo ya no soy yo, sino muchos: aquellos con los que me encuentro no son ellos mismos, sino también muchos otros”.
El relato se acopla con el de muchas tradiciones místicas de Oriente y Occidente. Y las acciones de esos seres múltiples, de haberlos, serían equiparables a los de un superorganismo.
La base neurobiológica
Escribe Rubia: “El resultado de estas investigaciones mostraría que una parte del cerebro es la responsable de nuestro sentido de espiritualidad, con lo que éste quedaría ligado al cerebro y, por tanto, sería algo innato en el ser humano. De esta forma el materialismo que lo negase estaría negando al mismo tiempo algo importante en la naturaleza humana” (Francisco Rubia, “La conexión divina”).
Varios intentaron explicar desde la neurobiología esta particularidad de las experiencias místicas de perder el sentido de la individualidad. Entre los más conocidos figura el estudio publicado en “The Mystical Mind: Probing the Biology of Religious Experience”, por los doctores Andrew Newberg y Eugene d’Aquili de la Universidad de Pennsylvania (1999). Ellos obtuvieron imágenes cerebrales vía SPECT del doctor Michael Baime durante sus experiencias místicas. Comprobaron que se le encendió la corteza prefrontal y bajó la actividad de una zona en el lóbulo parietal superior, encargada de procesar la información acerca del tiempo y espacio. La misma que determina dónde el cuerpo termina y el resto del mundo comienza. Escribieron: “No hay manera de determinar si los cambios neurológicos asociados con la experiencia espiritual significan que el cerebro está causando esas experiencias.... o si en vez esta percibiendo una realidad espiritual”.
Francisco Rubia entiende que la búsqueda de lo espiritual, lo divino, tiene que haber estado presente desde que el momento en que el Homo sapiens haya caminado por primera vez. Además, recuerda que estas estructuras responsables de la espiritualidad pertenecen al sistema límbico, que se desarrolló con los mamíferos y mucho antes que la corteza cerebral. Explica Rubia: “El sistema límbico es un cerebro de afectos y sentimientos más arcaico, pero no sólo presente en nuestro cerebro, sino que también ha sufrido una evolución desde los mamíferos más primitivos hasta el hombre. Es una grave equivocación pensar que por tratarse de estructuras más antiguas, éstas no han evolucionado a lo largo de los millones de años que los mamíferos pueblan la tierra”.
Y hay más. Neuroimagenes de personas rezando o leyendo textos sagrados así como los estudios relativos a los efectos de la drogas contra el parkinson apoyan la teoría de que existe una relación entre la corteza prefrontal y la actividad religiosa (Zimmer 2006, Harris y McNamara 2008). También está probado que los comportamientos religiosos evolucionaron a la par del uso de herramientas y de la cultura (Stringer yAndrews, 2005). Koenig y Bouchard (2006) y Harris y McNamara (2008) señalan que los estudios en gemelos apoyan la teoría de una alta herencia del coeficiente de religiosidad y demuestran que esto es una habilidad adaptativa de la arquitectura del cerebro humano.
Michael Blume (2009) asegura que la religión influyó y todavía lo hace, en las motivaciones personales de reproducción. La estadística de mayor cantidad de nacimientos entre parejas religiosas que entre no creyentes avala este razonamiento (Inglehart y Norris, 2004; Newman y Hugo 2006, entre otros).
Entonces la cuenta es simple: si la “población religiosa” crece a un ritmo exponencialmente mayor que el resto, heredará la Tierra. Esta tendencia evolutiva humana hacia la espiritualidad y la religión son el caldo de cultivo para las experiencias místicas, y con ellas la tan buscada (por ellos) pérdida del yo o el ego. A esto hay que sumarle que las limitaciones físicas obturarían la posibilidad de una optimización anatómica del funcionamiento del cerebro y la evolución podría abrirse paso para el lado de un superorganismo más eficiente que la suma de las individualidades, favorecida esta vía por la tendencia humana a socializar y evolucionar en grupo.
En ese escenario, la posibilidad hipotética de una evolución hacia un Homo Gestalt Místico ya no resulta sólo restringida a la fantaciencia.
“Se vio a sí mismo como un átomo y vio a su Gestalt como una molécula. Vio a esos otros como una célula, y vio en su conjunto el diseño del ser en que, con alegría, llegaría a transformarse en la humanidad. Sintió que un raro sentimiento de adoración crecía dentro de él. Era ese sentimiento que la humanidad llamaba respetuosa de sí mismo. Extendió los brazos y de sus extraños ojos brotaron lágrimas. Gracias, respondió. Gracias; gracias. Y humildemente, se unió a ellos” (“Más que humano”, Theodore Sturgeon).
Bibliografía Citada
Fox D. “The limits of inteligence” En: Scientific American, Julio de 2011.
Harris E y McNamara P (2008) “Is religiousness a biocultural adaptation? En: The Evolution of Religion; Studies, Theories, and Critiques. Editado por Joseph Bulbulia et al. The Collins Foundation Press, Santa Margarita, CA
Inglehart R y Norris P (2004) “Sacred and secular religión and politics Worldwide. Cambridge, University Press.
Koenig, L. B. y Bouchard, T. J., Jr. (2006). Genetic and environmental influences on
the traditional moral values triad – authoritarianism, conservatism, and
religiousness – as assessed by quantitative behavior genetic methods. In P.
McNamara (Ed.),Where god and science meet: How brain and evolutionary studies
alter our understanding of religion. Westport, CN: Praeger.
Newman L A y Hugo G J (2006) “Women´s fertility, religion and education in a low-fertility population: Evidence from South Australia. Journal of population research.
Newberg A y E d’Aquili (1999). “The Mystical Mind: Probing the Biology of Religious Experience”.
Rubia, Francisco (2002): “La conexión divina; La experiencia mística y la neurobiología”. Editorial Crítica, Madrid.
Stringer C, y Andrews P (2005) “The complete world of human evolution”. Thames & Hudson, Londres.
Zimmer, C. (2006). Die Neurobiologie des Selbst. in: Spektrum der Wissenschaft 05/2006
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religiousness – as assessed by quantitative behavior genetic methods. In P.
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Artículo elaborado por la Dra. Patricia Arca Mena y el Lic. Gustavo Masutti Llach, residentes en Auckland, colaboradores de Tendencias21 de las Religiones.
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