Enrique de Vicente
Cada vez con más frecuencia, se vienen realizando nuevos descubrimientos y dataciones más atrevidas que están revolucionando la imagen anquilosada de nuestro pasado. Aunque hay otros aún más antiguos, el más importante y plenamente aceptado es el sofisticado templo megalítico de Gobekli Tepe, en pleno Kurdistán. Este hallazgo surgió como consecuencia de excavaciones iniciadas en 1994 y cambia completamente nuestra visión sobre los orígenes de la civilización, debido a su antigüedad de unos 12.000 años. Lo aleccionador es que este colosal descubrimiento podría haberse realizado treinta años antes, cuando unos arqueólogos norteamericanos encontraron unas extrañas colinas, cubiertas por pedernales fragmentados. Aunque denotaban la existencia de actividad humana en tiempos antigos, supusieron que se trataba de un cementerio bizantino… y se vieron privados de realizar el hallazgo del siglo.
Este ejemplo nos permite comprender cuantos otros similares pueden estar a nuestro alcance. Esperando tan sólo a que alguien provisto de una amplia visión, un empeño decidido y los fondos necesarios, consiga sacarlos a la luz y revolucionar nuevamente la historia de nuestros orígenes. Alguien capaz de emular a Schliemann, quien dedicó buena parte de su vida a labrar una fortuna que le ayudase a demostrar que el sueño de su juventud –del que todos se burlaban– se correspondía con una realidad ignorada: sus excavaciones le permitieron finalmente descubrir la mítica ciudad de Troya. Al igual que Wooley se afanó en encontrar la ciudad de Ur, patria de Abraham, cuando los sabios no daban credibilidad alguna al relato bíblico. O Evans descubrió el palacio de Cnosos, donde la mitología griega situaba el Laberinto del Minotauro.
Siguiendo el ejemplo que nos dieron todos ellos estoy seguro de que, a no faltar mucho, investigadores atrevidos demostrarán que en tiempos muy remotos existieron civilizaciones increíblemente avanzadas. Valientes capaces de vencer todos los obstáculos y burlas con que intentan frenar su avance los necios –esos nietos bastardos de quienes condenaron a Galileo o Giordano Bruno– que cumplen orgullosamente su función como guardianes intelectuales del orden establecido en el redil, dictaminando lo que resulta aceptable y lo que no lo es.
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