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miércoles, 11 de enero de 2012

Los dioses de la antigüedad, ¿por qué son tan sorprendentemente humanos?

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Los dioses de la antigüedad, ¿por qué son tan sorprendentemente humanos?


Zecharia Sitchin, nacido en 1922 y fallecido recientemente,  es un investigador y escritor de origen ruso. Es un autor de libros populares que promueven la teoría de los antiguos astronautas y el supuesto origen extraterrestre de la humanidad. Atribuye la creación de la cultura sumeria a los Annunaki (o Nefilim), procedentes de un hipotético planeta llamado Nibiru en el sistema solar. Afirma que la Mitología sumeria refleja este punto de vista. Pero sus especulaciones son largamente ignoradas por la mayoría de historiadores y científicos que ven demasiados problemas tanto en su traducción como en su conocimiento científico. Educado en Palestina y licenciado en Historia Económica por la London School of Economics and Political Science, conoce en profundidad el hebreo clásico y el moderno, y lee el sumerio así como otros idiomas antiguos de oriente. Ha traducido y reinterpretado antiguas tablillas e inscripciones de los pueblos donde surgieron las primeras civilizaciones. Vivía en Nueva York, donde participó en programas de televisión y obtuvo cierto éxito con la venta de sus libros. A partir de su interpretación de poemas sumerios y acadios, de inscripciones hititas y de tablillas sumerias, acadias, babilonias y cananeas, además de los jeroglíficos egipcios, mezclándolo y relacionándolo todo con los libros del Antiguo Testamento, el Libro de los Jubileos y otras fuentes, ha llegado a conclusiones que, en su opinión, le permiten abordar la historia de la humanidad y del planeta Tierra desde una óptica absolutamente sorprendente.
Sitchin ha traducido miles de tablillas de arcilla que se encuentran en distintos museos del mundo y en ellas se encuentra escrita la historia según los Sumerios (primera civilización conocida de la historia). En esas traducciones se habla de la creación humana, según la cual seres extraterrestres serían los responsables del inicio y la evolución de la especie humana (mediante intervención con ingeniería genética). Estas traducciones hacen que la comunidad científica choque frontalmente con lo que Sitchin y otros han investigado por su cuenta, lo cual no implica que sean menos validas o veraces, sea cual sea la conclusión científica al respecto. Es autor de las «Crónicas de la Tierra», una serie de 12 libros en los que expone el resultado de sus investigaciones: «El 12º planeta» fue el primero de ellos. Sus traducciones e interpretaciones han provocado muy diversas reacciones. Según su traducción, existe en el Sistema Solar un planeta llamado Nibiru que se acerca cada 3600 años, provocando cambios positivos o catástrofes en nuestro Sistema Solar. Una vez traducida una parte de las tablillas sumerias asegura que se referían a una raza alienígena, que habían creado a los humanos para que trabajaran como esclavos en sus minas de África (y en otros muchos lugares de la tierra). A esta raza se le llama Anunnaki o Abbennakki, y según su traducción, los de “cabeza negra” de Sumeria fueron creados por esos seres, al mezclar las esencias de vida del hombre y las bestias, dibujando a una criatura parecida al mono. Los “cabeza oscura” fueron considerados como esclavos por la jerarquía sumeria. Las tablillas sumerias se refieren a la gente de cabeza oscura, que fueron creados en una región geográfica llamada ‘AB.ZU’, la cual se dice que corresponde a África del oeste. Habla de que la realeza era una combinación de seres draconianos y humanos, o que eran descendientes directos del dios solar, Shamhash. Los Anunnaki son 23 dioses del panteón sumerio, incluyendo a Enlil (señor de los vientos) y Enki (señor de la tierra). A estos dioses solares se les llamaba ‘Sir‘, o “Dragones”, en Babilonio. Así mismo, la palabra, ‘Sir‘, aparentemente significa ‘gran serpiente’ que es relativa en Sánscrito con la palabra ‘Sarpa’, que también describe a los “dioses dragones“, quienes crearon y regían a la cultura drávida. Según Sitchin, los annunaki probablemente aún existan en otro plano de existencia, y aún pueden influir en la humanidad. Se especula que esa raza podían ser anfibios, reptiles o semi reptiles, es decir reptiles humanoides, según las descripciones antiguas. Uno de sus libros “La Guerra de los Dioses y los Hombres” me ha servido de base para escribir este artículo. Lo que intento mostrar es el comportamiento extrañamente humano, en un sentido negativo,  de muchos de los dioses de la antigüedad, con sus celos, ira, crueldad, belicosidad y sed de venganza. Los Manuscritos del Mar Muerto o Rollos de Qumrán (llamados así por hallarse los primeros rollos en una gruta situada en Qumrán, a orillas del mar Muerto), son una colección de alrededor de 800 escritos de origen judío, escritos en hebreo y arameo por integrantes de la congregación judía de los esenios, y encontrados en once grutas en los escarpados alrededores del mar Muerto. La mayoría de los manuscritos se encuentran hoy en el Museo de Israel en Jerusalén, en el Museo Rockefeller de Jerusalén, así como en el Museo del Departamento de Antigüedades en Ammán (Jordania). Datan de los años 150 a.C. hasta 70 d.C. Los primeros siete rollos, de pergamino, fueron encontrados en 1947 por Jum’a y su primo Mohammed ed-Dhib, dos pastores beduinos de la tribu Ta’amireh en una cueva de Qumrán. Lo curioso es que lo hallaron por casualidad mientras perseguian a una de sus cabras. Se cuenta que utilizaron algunos rollos en una hoguera para calentarse, al carecer del conocimiento de la importancia del hallazgo. Estos rollos fueron vendidos (troceados, para aumentar su precio) a dos anticuarios de Belén. Cuatro de ellos fueron vendidos (por una pequeña cantidad) al archimandrita del monasterio sirio-ortodoxo de San Marcos en Jerusalén, Atanasio Josué Samuel (más conocido como Mar Samuel). Los tres siguientes, al final, fueron a parar al profesor judío Eleazar Sukenik, arqueólogo de la Universidad Hebrea de Jerusalén que, dándose cuenta del valor de los mismos, los compró en 1954. Posteriormente se publicaron copias de los rollos, causando un masivo interés en arqueólogos bíblicos, cuyo fruto sería el hallazgo de otros seiscientos pergaminos, y cientos de fragmentos. Lo más importante de este hallazgo es su antigüedad, que permite estudiar importantes fuentes teológicas y organizativas del judaísmo y del cristianismo. La mayoría de los manuscritos datan de entre los años 250 a. C. y 66 d. C., estando entre ellos los textos más antiguos de que se dispone en lengua hebrea del Tanaj o Antiguo Testamento bíblico. Se cree que fueron ocultados por los esenios debido a las revueltas judías contra los romanos durante estos años. Entre los manuscritos se encuentran: Los libros del Tanaj, incluido una versión más extensa del Libro I de Samuel, con la excepción de Ester, así como los deuterocanónicos como el Sirácida y el Libro de Tobías. Estudios sobre cada libro de la Escritura, desde un punto de vista esenio. Los manuales, reglamentos y oraciones propias de la comunidad que habitó el sitio, entre los cuales destaca el Documento de Damasco, que ya había sido encontrado en 1896 en el depósito de una sinagoga, en una versión manuscrita por los karaitas del siglo IX. Un rollo de cobre con cuestiones contables y relativas a la localización de determinados tesoros. Diversos textos religiosos intertestamentarios como: el Libro de Enoc. el Testamento de los Doce Patriarcas. el Libro de los Jubileos, que expone un calendario solar, diferente a los que usaban los fariseos y saduceos en el Templo y que conducía a un conflicto por las fechas de celebración de las fiestas de la Ley, pero que concuerda con las normas de la comunidad de Qumrán y es explícitamente citado en el Documento de Damasco. Las concepciones de los miembros de esta comunidad chocan con las de los poderes sociales. En el comentario esenio de Habacuc, rendir culto a las armas e insignias de guerra se considera sinónimo de idolatría, tal como lo expone Jeremías acerca del culto al ejército: “Los hijos recogen leña, los padres prenden fuego, las mujeres amasan para hacer tortas al ejército y se liba en honor a otros dioses para exasperarme”, dice en las versiones hebreas y manuscritos griegos Sinaítico y Vaticano, los más antiguos. Este versículo fue modificado tardíamente por la Vulgata latina y a posteriori por el griego Alexandrino en el siglo V d. C., que colocan en vez de “ejército“, las palabras “Reina de los Cielos“,  tal vez por temor a enfrentar el viraje de la jerarquía de la iglesia oficial en favor de los ejércitos imperiales, en contra de los primeros cristianos. En el Documento de Damasco, se insiste en que no se debe tomar venganza y sólo Dios puede vengar y repite como Pablo: “no te harás justicia por tu mano”, una cita del Testamento de los Doce Patriarcas. Contra el derecho de gentes romano y la propia costumbre del Antiguo Testamento, el mismo Documento  declara: “ninguno extienda su mano para derramar sangre de alguno de los gentiles por causa de riqueza o ganancia, ni tampoco tome nada de sus bienes“. Otro escrito de Qumrán dice: ¿No odian todos los pueblos la maldad? Y sin embargo todos marchan de su mano. ¿No sale de la boca de todas las naciones la alabanza a la verdad? y sin embargo ¿Hay acaso un labio o una lengua que persevere en ella? ¿Qué pueblo desea ser oprimido por otro más fuerte que él? ¿Quién desea ser despojado abusivamente de su fortuna? Y sin embargo ¿cuál es el pueblo que no oprime a su vecino? ¿Dónde está el pueblo que no ha despojado la riqueza de otro?”. Se aclara así la separación entre la visión esenia y el nacionalismo celota. De ninguna manera los esenios veían una alternativa contra Roma en el establecimiento nacional judío oficial. Se aclara también el papel de los fariseos, quienes en los Evangelios posteriores se presentan como símbolo de severidad o celo por la ley; mientras en realidad eran liberales legalistas, de “interpretaciones fáciles”, que “cuelan el mosquito pero dejan pasar el camello”. Los fariseos cambiaban los preceptos de Dios por sus tradiciones; declaraban santos sus bienes para no darlos solidariamente, inventaban sistemas para burlar los Jubileos (en los que había que devolver la tierra a quienes la habían perdido) y los años sabáticos (en los que se debían perdonar las deudas) y evadir todos los compromisos con los más necesitados. Así, permitían declarar cosa sagrada aquello con que se debía auxiliar a los ancianos, para evitar donárselo. En cambio, el Documento de Damasco ordenó a los esenios que nadie declarara sagrado nada de su propiedad. Doctores fariseos, como el rabino Hillel (presidente del sanedrín, quien murió el 10 a. C.) ingeniaron soluciones para evadir la condonación de deudas de los años sabáticos y la reforma agraria de los jubileos, dispuestas para recomponer la equidad social cada 7 años (año sabático) y cada 50 años (Jubileo). Según S. W. Baron, el rabino Hillel se inventó el prosboul para transferir las deudas al tribunal y no perdonarlas cuando era debido. Los reyes —especialmente Herodes— atropellaron a los campesinos con tributos. El campesino se obligaba con deudas para pagarlos y luego perdía la tierra y hasta la libertad. Los fariseos eran realmente “celosos de la riqueza” y enfatizaban en una observancia ritual del sábado y no en el amor al prójimo. Mientras los fariseos permitían que un sábado se sacara de un pozo a una res accidentada, para salvar una propiedad, se oponían a curar a las personas en sábado. Los esenios, como escribieron en el Documento de Damasco, se oponían a preocuparse por las riquezas el sábado, o a mandar a los criados a cuidar de ellas. Si a un rico se le caía una vaca al pozo, mandaba a un trabajador a sacarla, así fuera sábado. Pero un pobre no tenía suficientes vacas para no encerrarlas el sábado o no tenía ninguna. En cambio, “un hombre pobre o rico podía accidentarse un sábado y en ese caso, los esenios mandaban quitarse las ropas y rescatar con ellas a la persona que hubiera caído al agua inmediatamente, el mismo sábado”. Contra la hipocresía y el legalismo característico de una vida de burla a la voluntad de Dios, se propusieron el amor y la misericordia, que varios apócrifos muestran como la característica por excelencia de Dios. Los Rollos de Qumrán, ¿formarían parte de la biblioteca oficial de Jerusalén, que se sacó de la ciudad antes de que ésta y su templo cayeran en el año 70 d.C, o, como supone la mayoría de los expertos, sería la biblioteca de los esenios, una secta de ermitaños con preocupaciones mesiánicas? Las opiniones están divididas, pues la biblioteca poseía tanto textos bíblicos tradicionales como escritos que trataban de las costumbres, la organización y las creencias de la secta. Uno de los manuscritos trata de una guerra futura, una especie de Guerra Final. Titulado por los expertos como La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas, prevé la propagación de una guerra a partir de unas batallas que involucrarían a los vecinos inmediatos de Judea y que incrementarían su ferocidad y su alcance hasta lograr implicar a todo el mundo antiguo: «El primer combate entre los Hijos de la Luz y los Hijos de las Tinieblas, es decir, contra el ejercito de Belial, consistirá en un ataque sobre las tropas de Edom, Moab, los amonitas y la región filistea; luego sobre la de los kittim de Asiría; y sobre los violadores de la Alianza que les prestan ayuda…». Y tras todas estas batallas, «avanzarán sobre los kittim de Egipto» y «a su debido tiempo… contra los reyes del norte». El manuscrito profetiza que, en esta Guerra de los Hombres, el Dios de Israel tendrá un papel activo: “El día que caigan los kittim, habrá un poderoso combate y gran matanza en presencia del Dios de Israel; pues ése es el día que Él designó desde antaño para la batalla final contra los Hijos de las Tinieblas”. El profeta Ezequiel ya había profetizado la Última Batalla, «en los postreros días», que implicaría a Gog y Magog, y en la cual el mismo Señor «arrebatará el arco de tu mano izquierda, y hará que caigan las flechas de tu mano derecha». Pero el manuscrito del Mar Muerto va más allá, al anticipar la participación de muchos dioses en las batallas, entregados al combate hombro con hombro al lado de los mortales: “En aquel día, la Compañía del Divino y la Congregación de los Mortales se entregarán hombro con hombro al combate y la matanza. Los Hijos de la Luz lucharán contra los Hijos de las Tinieblas con una demostración de poderío divino, en medio de un estrepitoso tumulto, en medio de los gritos de guerra de dioses y hombres”. Aunque los cruzados, los sarracenos e infinidad de ejércitos en épocas históricas han ido a combatir «en nombre de Dios», la creencia de que, en una guerra por venir, el mismísimo Dios se presentará en el campo de batalla, y que dioses y hombres lucharán hombro con hombro, suena tan fantasioso que, en el mejor de los casos, se tomaría en forma alegórica. Sin embargo, no resulta una idea tan extraordinaria como podría parecer, pues en la antigüedad se creía de hecho que las Guerras de los Hombres no sólo las decretaban los dioses, sino que también contaban con la participación activa de éstos. Una de las guerras sobre las que más se ha fantaseado fue la Guerra de Troya, entre los aqueos griegos y los troyanos. La declararon, quién no lo sabe, los griegos, para obligar a los troyanos a devolver a la hermosa Helena a su esposo legítimo. Sin embargo, en un relato épico griego, el Kypria, se daba a entender que esta guerra fue premeditada por el gran dios Zeus: “Hubo un tiempo en que miles y miles de hombres sobrecargaban el amplio seno de la Tierra. Y por compasión a ellos, Zeus, en su gran sabiduría, decidió aligerar la carga de la Tierra. De modo que provocó la contienda de Ilion (Troya) a tal fin; para, a través de la muerte, provocar un vacío en la raza de los hombres”.  Homero, el poeta griego que relató en La Ilíada los acontecimientos de esta guerra, culpaba a los dioses por su capricho al instigar el conflicto y por haber propiciado que alcanzara tan grandes proporciones. Al actuar de forma directa o indirecta, a veces de modo visible y a veces sin ser vistos, los distintos dioses empujaban a los actores principales de este drama humano a su capricho. Y detrás de todo esto estaba Jove (Júpiter/ Zeus): «Mientras los otros dioses y los guerreros en el campo dormían profundamente, Jove estaba bien despierto, pues estaba pensando cómo honrar a Aquiles y destruir a mucha gente en los barcos de los aqueos». Aún antes de entablarse la batalla, el dios Apolo comenzó las hostilidades: «Se sentó lejos de los barcos con el rostro tan oscuro como la noche, y su arco de plata llevaba la muerte cada vez que disparaba una flecha en medio de ellos [los aqueos]… Durante nueve días enteros disparó sus flechas entre la gente… Y a lo largo de todo el día estaban ardiendo las piras de los muertos». Cuando ambos bandos acordaron posponer las hostilidades con el fin de que sus líderes pudieran decidir la cuestión en un combate singular mano a mano, los dioses, disgustados, le dijeron a Minerva: «Métete entre las huestes de troyanos y aqueos, e ingéniatelas para que los troyanos sean los primeros en romper su juramento y caigan sobre los aqueos». Entusiasmada con su misión, Minerva «cruzó el cielo como un meteoro brillante… con una cola ígnea de luz como estela». Más tarde, para que la terrible guerra no se detuviera por la noche, Minerva convirtió la noche en día iluminando el campo de batalla: «levantó el grueso velo de la oscuridad de sus ojos, y gran cantidad de luz cayó sobre ellos, tanto en el lado donde estaban los barcos como en donde rugía el combate; y los aqueos pudieron ver a Héctor y a todos sus hombres». Mientras crecía la violencia en las batallas, arrojando en ocasiones a un héroe contra otro, los dioses no perdían de vista a otros guerreros destacados, abalanzándose para sacar de un aprieto a un héroe en apuros o para tener dispuesto un carro sin auriga. Pero cuando los dioses y las diosas se encontraban en bandos opuestos y empezaban a hacerse daño unos a otros, Zeus detenía el combate y les ordenaba que se mantuvieran aparte de la lucha de los mortales. ¡Como si fuera un tipo de videojuego de los dioses! De todos modos, las treguas no duraban demasiado, pues muchos de los principales combatientes eran hijos de dioses o diosas (fruto de relaciones con parejas humanas).  Marte se enfureció enormemente cuando su hijo Ascálafo resultó muerto al ser atravesado por un aqueo. «No me culpéis, oh dioses que moráis en el cielo, si voy a los barcos de los aqueos y vengo la muerte de mi hijo», anunció Marte a los otros Inmortales, «aun cuando al final sea alcanzado por el rayo de Jove y yazga entre sangre y polvo en medio de los cadáveres». Homero escribió: «Mientras los dioses se mantenían a distancia de los guerreros mortales, los aqueos predominaban, pues Aquiles, que durante largo tiempo se había negado a pelear, estaba ahora con ellos». Pero a la vista de la creciente ira de los dioses, y de la ayuda que los aqueos estaban teniendo ahora del semidiós Aquiles, Jove cambió de opinión: «Por mi parte, permaneceré aquí, sentado en el Monte Olimpo, y observaré tranquilamente. Pero vosotros meteos entre troyanos y aqueos, y que cada uno ayude a su bando según su disposición». Así habló Jove, y dio la orden de combatir; por lo que los dioses tomaron sus distintos bandos y fueron a la batalla. Durante mucho tiempo se creyó que la Guerra de Troya, e incluso la misma Troya, no eran más que algunas de las fascinantes pero increíbles leyendas griegas a las que los expertos habían dado en llamar mitología. Troya y los acontecimientos relacionados con ella se tenían aún por algo solamente mitológico cuando Charles McLaren sugirió, en 1822, que determinado montículo del oeste de Turquía llamado Hissarlik era el emplazamiento real de la Troya homérica. Pero los expertos sólo empezaron a reconocer la existencia de Troya cuando un hombre de negocios llamado Heinrich Schliemann, arriesgando en la operación su propio dinero, alcanzó espectaculares descubrimientos al excavar el montículo en 1870. En la actualidad, se acepta ya que la Guerra de Troya fue una realidad que tuvo lugar en el siglo XIII a.C. Fue entonces, según las fuentes griegas, cuando dioses y hombres lucharon hombro con hombro; y estas creencias no las sostenían sólo los griegos.   Troya es una ciudad tanto histórica como legendaria, donde se desarrolló la Guerra de Troya. La palabra Wilusa es de origen hitita y, según los estudios de Frank Starke en 1997, de J. David Hawkins en 1998 y de W. D. Niemeier en 1999, indica la Troya homérica. En griego se llamaba Troia, también llamada Ilión o Ilios, Wilusa (en hitita) y Truva (en turco). Esta célebre guerra fue descrita, en parte, en la Ilíada, un poema épico de la Antigua Grecia. Este poema se atribuye a Homero, quien lo compondría, según la mayoría de la crítica, en el siglo VIII a. C. Homero también hace referencia a Troya en la Odisea. La leyenda fue completada por otros autores griegos y romanos, como Virgilio en la Eneida. La Troya histórica estuvo habitada desde principios del III milenio a. C. Está situada en la actual provincia turca de Çanakkale, junto al estrecho de los Dardanelos (Helesponto), entre los ríos Escamandro (o Janto) y Simois y ocupa una posición estratégica en el acceso al Mar Negro (Ponto Euxino). En su entorno se encuentra la cordillera del Ida y frente a sus costas se divisa la cercana isla de Ténedos. Las especiales condiciones del estrecho de los Dardanelos, en el que hay una corriente constante desde el Mar de Mármara hacia el Mar Egeo y donde suele soplar un viento del nordeste durante la estación de mayo a octubre, hace suponer que los barcos que en la antigüedad pretendían atravesar el estrecho debían esperar a menudo condiciones más favorables durante largas temporadas en el puerto de Troya. Tras siglos de olvido, las ruinas de Troya fueron descubiertas en las excavaciones realizadas en 1871 por Heinrich Schliemann. En 1998, el sitio arqueológico de Troya fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, afirmando que: “Tiene una inmensa significancia para el entendimiento de la evolución de la civilización europea en un estado básico de sus primeras etapas. Es, además, de una excepcional importancia cultural por la profunda influencia de la Ilíada de Homero en las artes creativas durante más de dos milenios”. Según la mitología griega, la familia real troyana fue iniciada por la pléyade Electra y Zeus, padres de Dárdano. Éste cruzó hasta Asia Menor desde la isla de Samotracia, donde conoció a Teucro, que lo trató con respeto. Dárdano se casó con Batiea, hija de Teucro y fundó Dardania (posteriormente gobernada por Eneas). Tras la muerte de Dárdano, el reino pasó a su nieto Tros. Zeus raptó a uno de sus hijos, llamado Ganimedes, a causa de su gran belleza, para convertirlo en copero de los dioses. Ilo, otro hijo de Tros, fundó la ciudad de Ilión y pidió a Zeus una señal. Casualmente encontró una estatua conocida como Paladio, que había caído del cielo. Un oráculo decía que mientras el Paladio permaneciera en la ciudad, ésta sería inexpugnable. Luego Ilo construyó el templo de Atenea en su ciudad, en el mismo lugar donde había caído. Los habitantes de Troya son denominados teucros, mientras Troya e Ilión son los dos nombres por los que se conocía la ciudad; por tanto Teucro, Tros e Ilo eran considerados sus fundadores epónimos. Los romanos relacionaron el nombre de Ilión con el de Iulo (en latín Iulus), hijo de Eneas y antepasado mítico de la gens Iulia o Iulii, a la que pertenecía Julio César. Los dioses Poseidón y Apolo construyeron los muros y fortificaciones alrededor de Troya para Laomedonte, hijo de Ilo. Cuando Laomedonte se negó a pagarles el salario convenido, Poseidón inundó la tierra y envió un monstruo marino que provocó estragos en la zona. Como condición para que cesaran los males sobre la ciudad, un oráculo demandó el sacrificio de Hesíone, hija del rey, para ser devorada por el monstruo, así que fue encadenada a una roca del litoral. Heracles, que había llegado a Troya, rompió las cadenas de Hesíone e hizo un pacto con Laomedonte: a cambio de las yeguas divinas que Zeus había entregado a Tros, abuelo de Laomedonte, en compensación por el rapto de Ganimedes, Heracles liberaría la ciudad del monstruo. Los troyanos y Atenea construyeron un muro que debía servir como refugio a Heracles. Cuando el monstruo alcanzó la obra defensiva, abrió sus enormes mandíbulas, y Heracles se arrojó armado en las fauces del monstruo. Después de tres días en su vientre causando destrozos, salió victorioso y completamente calvo.En otras versiones, el enfrentamiento con el monstruo se situaba dentro del camino de ida de la expedición de los argonautas, y el modo en que Heracles mataba al monstruo era arrojándole una roca en el cuello. Pero Laomedonte no cumplió su parte del pacto, sustituyendo dos de las yeguas inmortales por dos yeguas ordinarias y como represalia Heracles, encolerizado, le amenazó con atacar Troya y embarcó de vuelta a Grecia. Pasados unos años, encabezó una expedición de castigo de dieciocho naves, después de reclutar en Tirinto un ejército de voluntarios entre los que se encontraban Yolao, Telamón, Peleo, el argivo Ecles hijo de Antífates, y Deímaco el beocio. Telamón tuvo una actuación destacada en el asedio de la ciudad al abrir brecha en las murallas de Troya y entrar el primero. Capturada Troya, Heracles mató a Laomedonte y a sus hijos, excepto al joven Podarces. Hesíone fue entregada a Telamón como recompensa y se le permitió llevarse a uno cualquiera de los prisioneros. Ella eligió a su hermano Podarces y Heracles dispuso que antes debía hacerse esclavo y luego ser rescatado por ella. Hesíone se quitó el velo de oro de la cabeza y lo dio como rescate. Esto le valió a Podarces el nombre de Príamo que significa «rescatado». Después de haber quemado la ciudad y devastado los alrededores, Heracles se alejó de la Tróade con Glaucia, hija del dios-río Escamandro, y dejó a Príamo como rey de Troya, en virtud de su sentido de la justicia, pues fue el único de los hijos de Laomedonte que se opuso a su padre y le aconsejó que entregara las yeguas a Heracles. Durante el reinado de Príamo, y a causa del rapto de Helena de Esparta por el príncipe troyano Paris, los griegos micénicos, comandados por Agamenón, tomaron Troya tras haber puesto sitio a la ciudad durante diez años. Eratóstenes fechó la Guerra de Troya entre el 1194 y el 1184 a. C., la Marmor Parium entre el 1219 y el 1209 a. C., y Heródoto en el 1250 a. C. La mayoría de los héroes de Troya y de sus aliados murieron en la guerra, pero unos pocos, liderados por Eneas, lograron sobrevivir y navegaron hasta llegar primero a Cartago y luego a la Península Itálica, donde llegaron a ser los ascendientes de los fundadores de Roma. A los primeros asentamientos de estos supervivientes en Sicilia y en Italia se les dio igualmente el nombre de Troya. Los barcos troyanos en los que viajaron fueron transformados por Cibeles en náyades, cuando iban a ser quemados por Turno, el rival de Eneas en Italia. Según narran Tucídides y Helánico de Lesbos, otros troyanos supervivientes se establecieron en Sicilia, en las ciudades de Erice y Egesta, recibiendo el nombre de élimos. Además, Heródoto comenta que los maxies eran una tribu del oeste de Libia cuyos miembros afirmaban ser descendientes de los hombres llegados desde Troya. Algunos de estos relatos míticos, a veces con contradicciones entre sí, aparecen en la Ilíada y la Odisea, los célebres poemas homéricos, y en otras obras y fragmentos posteriores. El problema de la autenticidad histórica de la guerra de Troya ha suscitado conjeturas de todo tipo. El arqueólogo Schliemann admitía que Homero fue un poeta épico y no un historiador, y que pudo exagerar el conflicto en aras de la libertad poética, pero no que lo inventara. Poco después, el también arqueólogo Dörpfeld defendió que Troya VI fue víctima del expansionismo micénico. A esta idea se sumó Sperling en 1991. Los estudios de Blegen y su equipo admitieron que una expedición aquea debió haber sido la causa de la destrucción de Troya VII-A hacia el 1250 a. C. (actualmente se suele fijar el fin de esta ciudad más cerca de 1200 a. C.), sin embargo hasta ahora no se ha podido demostrar quiénes fueron los atacantes de Troya VII-A. Hiller, en cambio, también en 1991, señaló que debió haber dos guerras en Troya que marcaron el fin de Troya VI y Troya VII-A. Mientras, Demetriou, en 1996, insistió en la fecha de 1250 a. C. para una histórica guerra de Troya, en un estudio en el que se basó en yacimientos chipriotas. Frente a ellos se halla una corriente de opinión escéptica encabezada por Moses Finley que niega la presencia de elementos micénicos en los poemas homéricos y señala la ausencia de pruebas arqueológicas acerca de la historicidad del mito.Otros estudiosos destacados pertenecientes a esta corriente escéptica son el historiador Frank Kolb y el arqueólogo Dieter Hertel. Joachim Latacz, en un riguroso estudio publicado en el que relaciona fuentes arqueológicas, fuentes históricas hititas y pasajes homéricos como el catálogo de naves del libro II de la Ilíada, ha probado el origen micénico de la leyenda pero, con respecto a la historicidad de la guerra, se ha mostrado cauto y sólo ha admitido que es probable la existencia de un sustrato histórico. También se ha tratado de fundamentar la historicidad de la leyenda con el estudio de textos históricos contemporáneos a la edad del Bronce tardío. Carlos Moreu ha interpretado una inscripción egipcia de Medinet Habu, en la que se narra el ataque sobre Egipto de los Pueblos del mar, de manera distinta a la interpretación tradicional. Según esta interpretación, los aqueos habrían atacado varias regiones de Anatolia entre las que se encontrarían Troya y Chipre, y los pueblos atacados habrían establecido un campamento en Amurru y posteriormente habrían formado la coalición que se enfrentó a Ramsés III en 1186 a. C. La ciudad de Troya estuvo habitada desde la primera mitad del III milenio a. C., pero su momento de mayor esplendor coincidió con el auge del imperio hitita. En 1924, poco después del desciframiento de la escritura hitita, Paul Kretschmer había comparado un topónimo que aparece en fuentes hititas, Wilusa, con el topónimo griego Ilios, usado como nombre de Troya. Los eruditos, basándose en pruebas lingüísticas, establecieron que el nombre Ilios había perdido una digamma inicial y anteriormente había sido Wilios. A esto se unía otra comparación entre un rey de Troya que aparece escrito en documentos hititas, denominado Alaksandu, y Alejandro, usado en la Ilíada como nombre alternativo de Paris, príncipe troyano. Estas propuestas de identificación de Wilusa con Wilios y de Alaksandu con Alejandro en principio fueron motivo de controversia: era dudosa la situación geográfica de Wilusa y en fuentes hititas aparece también el nombre de Kukunni como rey de Wilusa y padre de Alaksandu, sin aparente relación con la leyenda de Alejandro, aunque algunos han señalado que este nombre podría tener su equivalente en griego en el nombre Κύκνος (Cicno), otro personaje del ciclo troyano. Sin embargo, en 1996, Frank Starke probó que, efectivamente, la localización de Wilusa debe situarse en el mismo lugar donde está la región de la Tróade. No obstante, algunos arqueólogos como Dieter Hertel todavía se niegan a aceptar esta identificación entre Wilusa e Ilios. Los principales documentos hititas que mencionan a Wilusa son: El llamado Tratado Alaksandu, que fue un pacto entre el rey hitita Muwatallis II y Alaksandu, rey de Wilusa, datado a principios del siglo XIII a. C. Del texto de este tratado se ha deducido que Wilusa tenía una relación de subordinación respecto del Imperio Hitita. Entre los dioses que son nombrados en el tratado como testigos del pacto figuran Apaliunas, que algunos investigadores han identificado con Apolo, y Kaskalkur, cuyo significado es camino al inframundo. Sobre Kaskalkur, el arqueólogo Korfmann indica que: “De este modo se designaban los cursos de agua que desaparecían en el suelo de las regiones cársticas y volvían a surgir al exterior, pero los hititas también usaban este concepto para las galerías de agua instaladas artificialmente”. Esta divinidad ha sido por ello asociada al descubrimiento de una cueva con un manantial a 200 metros al sur del muro de la acrópolis que, tras analizar la piedra caliza de las paredes, se ha determinado que ya existía a principios del tercer milenio a. C. y en torno a la cual podrían haber surgido mitos.  También se ha señalado la coincidencia que supone la alusión del autor Esteban de Bizancio a que un tal Motylos, que podría ser una helenización del nombre de Muwatalli, prestó hospitalidad a Alejandro y Helena. También había una carta escrita por el rey de Seha (estado vasallo hitita) Manapa-Tarhunta al rey Muwatallis II, y por tanto datada también alrededor de 1295 a. C., donde se da información de un tal Piyamaradu que había encabezado una expedición militar contra Wilusa y contra la isla Lazba, identificada por los investigadores con Lesbos. En la Carta de Tawagalawa (h. 1250 a. C.), generalmente atribuida a Hattusil III, el rey hitita hace referencia a antiguas hostilidades entre los hititas y los ahhiyawa posiblemente sobre Wilusa, resueltas de manera amistosa en esta carta:  «Ahora es cuando hemos llegado a un acuerdo en el asunto de Wilusa respecto al cual estuvimos enemistados». La última mención de Wilusa conservada en fuentes hititas aparece en un fragmento de la llamada carta de Millawanda, remitida por el rey Tudhalia IV (1240-1215 a. C.), a un destinatario desconocido. En ella, el rey de los hititas explica que va a usar todos los medios a su alcance para reponer en el trono de Wilusa a Walmu, un sucesor de Alaksandu que había sido destronado y exiliado. Sin embargo, T. R. Bryce, dice que este hecho es mencionado con anterioridad, consignándolo en su reinterpretación de la Carta de Tawagalawa. Además, en un informe del rey Tudhalia I (1420-1400 a. C.), éste declara que tras una expedición de conquista, una serie de países le declararon la guerra, en cuya lista se encuentran, seguidos: «…el país Wilusiya, el país Taruisa…». Algunos investigadores, como Garstang y Gurney, han deducido que Taruisa podría identificarse con Troya; sin embargo, esta equivalencia no cuenta aún con el respaldo de la mayoría de los hititólogos.
No es segura la mención de Troya en las fuentes egipcias de la Edad del Bronce. Sin embargo, algunos eruditos han investigado la relación que podría tener con las inscripciones de Medinet Habu que cuentan la batalla de los egipcios de la época de Ramsés III contra los pueblos del mar, que intentaron una invasión de su territorio en 1186 a. C. Según las inscripciones, los egipcios derrotaron en una batalla terrestre y en otra marítima a una coalición de pueblos de identificación dudosa. Entre las denominaciones de los pueblos que componían la coalición figuran los weshesh (que podrían tener relación con Wilusa) y los tjeker (que se han puesto en relación con los teucros).  Los primeros colonos griegos que llegaron debieron ser emigrantes eolios. El origen del santuario de Atenea de la ciudad podría remontarse al año 900 a. C. Explica el arqueólogo Dieter Hertel que: “Como muy tarde desde 900 a. C. fue también venerada la diosa griega Atenea, como se deduce del grueso sedimento sobre el revestimiento del pozo del bastión nororiental, que estaba completamente lleno de residuos de ofrendas”. Otros autores, en cambio, sostienen que los griegos no llegaron a colonizar Troya hasta el año 700 a. C. En todo caso, hasta el siglo III a. C. debió ser una entidad pequeña de población, de menor nivel que otras colonias litorales próximas como Sigeo y Aquileo.Troya fue parte del reino de Lidia, teniendo como capital a la ciudad de Sardes probablemente desde la época de Aliates, uno de los reyes de la dinastía Mermnada, de principios del siglo VI a. C. El último rey de esta dinastía fue Creso, que llegó a reinar sobre casi todos los territorios al oeste del río Halys. Los persas, bajo el mando de Ciro II el Grande, derrotaron a Creso en la Batalla del río Halys e invadieron su reino, incluida Troya, en 546 a. C. Entre 499 a. C. y 496 a. C., durante la revuelta jónica, los eolios apoyaron a los jonios contra los persas bajo el reinado de Darío I, pero la rebelión fue sofocada. Himeas fue el general persa que sometió a Ilión en esta revuelta. Posteriormente la visita de Jerjes I a Troya en 480 a. C. fue también relatada por Heródoto, que cuenta que sacrificó a Atenea mil bueyes y los magos ofrecieron libaciones a los héroes. Una de las consecuencias de la firma de la Paz de Calias entre persas y atenienses fue que Troya, junto a muchos territorios de Asia Menor, estuvo bajo la dirección de Atenas desde 449 a. C.; luego, a fines de ese mismo siglo pasó a pertenecer a un principado dárdano dependiente de Persia; pero poco después, desde 399 a. C., perteneció a Esparta y en el 387 a. C. volvió a pasar a control de Persia tras la firma de la Paz de Antálcidas con Esparta. Alejandro Magno protegió especialmente la ciudad, a la que llegó en 334 a. C. Él mismo se consideraba como un nuevo Aquiles y guardaba como un tesoro un ejemplar de la Ilíada. La visita de Alejandro Magno a Troya es narrada por Plutarco y por Estrabón: “Subió a Ilión e hizo un sacrificio a Atenea, así como libaciones a los héroes. En la tumba de Aquiles, tras ungirse de aceite y correr desnudo junto con sus compañeros, como es su costumbre, depositó coronas, llamándolo bienaventurado, porque en vida tuvo un amigo leal y tras su muerte un gran heraldo de su gloria”. Dicen que la ciudad de los actuales ilieos había sido durante un tiempo una aldea con un pequeño y humilde santuario de Atenea, pero que cuando Alejandro llegó allí, después de la batalla del Gránico, adornó el santuario con ofrendas, dio a la aldea el título de ciudad, ordenó a los encargados que la realzaran con edificios y le otorgó la libertad y exención de impuestos. Tras derrotar a los persas prometió hacer de Ilión una gran ciudad, aunque fue Lisímaco de Tracia, uno de sus generales, el artífice de la mayor parte de las reformas y ampliación de la ciudad. Entre los años 275 y 228 a. C., Troya perteneció al Imperio seléucida, que años atrás había sido fundado por Seleuco, otro de los sucesores de Alejandro. Del 228 a. C. al 197 a. C., la ciudad fue independiente, pero con vínculos con el Reino de Pérgamo. Volvió a pertenecer a los seléucidas entre 197 a. C. y 190 a. C. Durante toda esta época siguió siendo importante el culto a Atenea. Un ritual que se celebraba en su honor era el sacrificio de bueyes, que se colgaban de un pilar o un árbol y allí se les abría la garganta. También se celebraba una costumbre relacionada con el mito de la guerra de Troya: según la leyenda, Áyax Locrio había arrastrado durante el saqueo de Troya a la princesa Casandra mientras ella, para buscar la protección divina, se había agarrado a la estatua de Atenea. Por esta causa, los locrios habían sido obligados por el Oráculo de Delfos a enviar cada año durante un periodo de mil años a dos o más muchachas de origen noble a Troya. Las muchachas, una vez llegadas a la costa troyana, trataban de alcanzar el templo de Atenea; si lo conseguían, se convertían en sacerdotisas del templo, pero los habitantes de Troya trataban de matarlas en su trayecto. Si alguna moría, los locrios debían enviar otra en su lugar. La mayoría lograba su objetivo y alcanzaba el templo de Atenea. Hay controversia sobre cuándo dejó de practicarse esta costumbre. Algunos señalan que finalizó tras la guerra focidia, en 346 a. C.; otros creen que se practicó hasta el siglo I. En aquellos tiempos, aunque el extremo de Asia Menor que da a Europa y al Mar Egeo estaba salpicado de lo que, en esencia, eran asentamientos griegos, la mayor parte de Asia Menor estaba dominada por los hititas. Conocidos al principio por los eruditos modernos sólo por algunas referencias bíblicas y, posteriormente, por las inscripciones egipcias, los hititas y su reino -Hatti- tomaron vida también cuando los arqueólogos comenzaron a descubrir sus antiguas ciudades. Cuando se descifró la escritura hitita y su lengua indoeuropea, fue cuando se pudieron rastrear sus orígenes hasta el segundo milenio a.C, cuando las tribus arias originarias de la región del Cáucaso emigraron en dos direcciones; unas hacia el sudeste, hacia la India, y otras hacia el sudoeste, en dirección a Asia Menor. El reino hitita floreció hacia el 1750 a.C, e inició su declive quinientos años más tarde, cuando los hititas se vieron acosados por las incursiones que cruzaban el Egeo. Los hititas hablaban de estos invasores como del pueblo de Achiyawa, y muchos expertos creen que era el mismo pueblo al que Homero llamó Achioi -los aqueos, cuyo ataque sobre el extremo occidental de Asia Menor inmortalizó en La Ilíada. Durante los siglos anteriores a la Guerra de Troya, los hititas extendieron sus dominios hasta alcanzar proporciones imperiales, sosteniendo que lo habían hecho por mandato de su dios supremo Tesshub («El de las tormentas»). Su antiguo título era «Dios de la Tormenta Cuya Fuerza Causa Muertes», y los reyes hititas sostenían que, en ocasiones, el mismo dios echaba una mano en la batalla: «El poderoso dios de la tormenta, mi Señor», [escribió el rey Murshilis], «mostró su divino poder y lanzó un rayo» al enemigo, propiciando su derrota. Ayudando también a los hititas en la batalla estaba la diosa Ishtar, cuyo epíteto era «Dama del campo de batalla». Y muchos atribuían la victoria a su «Divino Poder», dado que ella misma «bajaba [de los cielos] para aplastar a los países hostiles». La influencia de los hititas se extendió por el sur hasta Canaán, tal como indican muchas referencias en el Antiguo Testamento, pero no llegaron allí como conquistadores, sino como colonos. Trataron a Canaán como zona neutral, sin establecer ninguna pretensión sobre ella, a diferencia de la actitud mantenida por los egipcios. Una y otra vez, los faraones intentaron extender sus dominios por el norte hasta Canaán y la Tierra de los Cedros (Líbano), y lo consiguieron hacia el 1470 a.C, cuando derrotaron a una coalición de reyes cananeos en Megiddo. El Antiguo Testamento, así como las inscripciones dejadas por los enemigos de los hititas, los representa como guerreros expertos que perfeccionaron el uso del carro en el Oriente Próximo de la antigüedad. Pero las propias inscripciones de los hititas sugieren que éstos iban a la guerra sólo cuando los dioses daban la orden, que al enemigo se le daba la ocasión de rendirse pacíficamente antes del inicio de las hostilidades, y que, una vez ganada la guerra, los hititas se daban por satisfechos con los tributos y la toma de cautivos: las ciudades no eran saqueadas y la población no era masacrada. Pero Tutmosis III, el faraón que venció en la batalla de Megiddo, tuvo el orgullo de decir en sus inscripciones: «Después, su majestad fue al norte, saqueando ciudades y asolando poblaciones». Acerca de un rey vencido, el faraón escribió: «Asolé sus ciudades, incendié sus poblaciones, e hice montículos de ellas; nunca podrán volver a asentarse allí. Capturé a todas sus gentes. Hice prisioneros; me llevé sus ingentes ganados, así como sus bienes. Le quité todos los recursos vitales; segué sus cereales y talé todas sus arboledas y sus hermosos árboles. Lo destruí por completo». Y todo esto lo hizo, según escribió el faraón, con la aprobación de AMÓN-RA, su dios. El carácter despiadado del arte militar egipcio y la deplorable destructividad que mostraban ante el enemigo vencido se reflejaron en sus jactanciosas inscripciones. El faraón Pepi I, por ejemplo, conmemoró su victoria sobre los «moradores de las arenas» asiáticos en un poema que ensalzaba al ejército que «acuchilló la tierra de los moradores de las arenas… cortó sus higueras y sus vides… prendió fuego a sus moradas, mató a sus gentes por decenas de miles». Las inscripciones conmemorativas iban acompañadas por vividas representaciones de las escenas de la batalla. Adhiriéndose a tan gratuita costumbre, el faraón Pi-Ankhy, que envió tropas desde el Alto Egipto para sojuzgar al rebelde Bajo Egipto, se enfureció ante la sugerencia de sus generales de que se liberara a los adversarios que habían sobrevivido a la batalla. Jurando «destrucción para siempre», el faraón anunció que iría a la ciudad capturada «para convertir en ruinas todo lo que hubiese quedado». Por esto, afirmó, «me elogia mi padre Amón». El dios Amón, a cuyas órdenes de batalla atribuían los egipcios su crueldad, encontró la horma de su zapato en el Dios de Israel. Según el profeta Jeremías, «Así dice el Señor de los Ejércitos, el Dios de Israel: ‘Castigaré a Amón, dios de Tebas, y a aquéllos que confían en él, y le daré el merecido castigo a Egipto y a sus dioses, a su faraón y a sus reyes’». Y por la Biblia sabemos que ésta era una confrontación en curso; casi mil años antes, en los días del Éxodo, Yahveh, el Dios de Israel, había golpeado a Egipto con una serie de aflicciones que no sólo buscaban suavizar el corazón de su soberano, sino que también pretendían ser un «castigo contra todos los dioses de Egipto». La milagrosa liberación de los israelitas del cautiverio de Egipto en dirección a la Tierra Prometida se atribuye en el relato bíblico del Éxodo a la intervención directa de Yahveh en aquellos trascendentales acontecimientos: “Y viajaron desde Sukot y acamparon en Etham, al borde del desierto. Y Yahveh iba delante de ellos, de día en un pilar de nube para dirigirles el camino, y de noche en un pilar de fuego para darles luz”. Después sobrevino una batalla naval de la cual el faraón prefirió no dejar inscripciones; sabemos de ella por el Libro del Éxodo: “Y el corazón del faraón y de sus sirvientes  se tornó con respecto al pueblo… Y los egipcios salieron en su persecución, y los sorprendieron acampados junto al mar… Y Yahveh hizo retroceder al mar con un fuerte viento del este toda aquella noche, y secó las aguas; y las aguas se separaron. Y los Hijos de Israel cruzaron por mitad del mar, sobre tierra seca”. Al romper el día, cuando los egipcios se dieron cuenta de lo que había ocurrido, el faraón dio la orden de que los carros siguieran a los israelitas. Pero: “Y sucedió que, en la vigilia matutina, Yahveh contempló el campamento de los egipcios desde el pilar de fuego y nube; y sembró la confusión en el campamento egipcio y aflojó las ruedas de sus carros, haciendo dificultosa su conducción. Y los egipcios dijeron: «Huyamos de los israelitas, pues Yahveh lucha por ellos contra Egipto”. Pero el soberano egipcio, en su persecución a los israelitas, ordenó a sus carros que prosiguieran con el ataque. El resultado fue calamitoso para los egipcios:”Y las aguas volvieron, y cubrieron a carros y jinetes y a todo el ejército del faraón que les seguía; no quedó ni uno de ellos…E Israel contempló el gran poder que Yahveh había mostrado sobre los egipcios”. El lenguaje bíblico es casi idéntico al utilizado por un faraón posterior, Ramsés II, para describir la milagrosa aparición de Amón-Ra junto a él en una batalla decisiva sostenida contra los hititas en el 1286 a.C. En la batalla, que tuvo lugar en la fortaleza de Kadesh, en el Líbano, se enfrentaron cuatro divisiones del faraón Ramsés II contra las fuerzas movilizadas por el rey hitita Muwatallis desde todas las partes de su imperio. Concluyó con la retirada de los egipcios, cortando en seco la embestida de éstos por el norte hacia Siria y Mesopotamia. También agotó los recursos hititas, debilitándoles y dejándoles al descubierto. La victoria de los hititas pudo haber sido más decisiva, pues a punto estuvieron de capturar al mismo faraón. Sólo se han encontrado partes de inscripciones hititas que tratan de esta batalla; pero Ramsés, a su regreso a Egipto, vio conveniente describir con detalle su milagroso escape. En las inscripciones de las paredes del templo, que están acompañadas por detalladas ilustraciones, Ramsés cuenta que los ejércitos egipcios llegaron a Kadesh y acamparon al sur, preparándose para la batalla. Pero, sorprendentemente, los enemigos hititas no se lanzaron al combate. Entonces, Ramsés ordenó a dos de sus divisiones que avanzaran hacia la fortaleza. Fue entonces cuando aparecieron de la nada los carros hititas, atacando por detrás a las divisiones que avanzaban, y provocando el caos en los campamentos de las otras dos divisiones. Cuando, presas del pánico, las tropas egipcias se pusieron en fuga, Ramsés se dio cuenta de pronto de que «Su Majestad estaba totalmente solo con su guardia personal»; y «cuando el rey miró detrás de sí, vio que estaba bloqueado por 2.500 carros» -no de los suyos, sino de los hititas. Abandonado por sus oficiales, aurigas e infantería, Ramsés se volvió a su dios, recordándole que se encontraba en aquel aprieto por haber seguido sus órdenes: “Y Su Majestad dijo: «¿Y ahora qué, Padre mío Amón?   ¿Acaso un padre va a olvidar a su hijo?    ¿Acaso he hecho algo sin ti?  Todo lo que hice o dejé de hacer,¿no fue de acuerdo con tus mandatos?»”. Al recordar al dios egipcio que el enemigo se debía a otros dioses, Ramsés siguió preguntando: «¿Qué son estos asiáticos para ti, Oh Amón; estos desgraciados que no saben nada de ti, Oh Dios?». Y mientras Ramsés seguía implorando a su dios Amón para que le salvara, pues los poderes del dios eran mayores que los de «millones de soldados de a pie, de cientos de miles de aurigas», sucedió el milagro: “¡el dios apareció en el campo de batalla! Amón me escuchó cuando le llamé. Extendió su mano sobre mí y me regocijé. Se puso detrás de mí y gritó: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Ramsés, amado de Amón, estoy contigo!»”. Y, siguiendo el mandato de su dios, Ramsés rompió entre las tropas enemigas. Bajo la influencia del dios, los hititas se debilitaron inexplicablemente: «bajaban los brazos, eran incapaces de disparar sus flechas ni de levantar sus lanzas». Y se decían unos a otros: «No es un mortal el que está entre nosotros: es un poderoso dios; sus hazañas no son las hazañas de un hombre; un dios está entre sus miembros». Así, sin oposición, matando enemigos a diestra y siniestra, Ramsés se las compuso para escapar. Tras la muerte de Muwatallis, Egipto y el reino hitita firmaron un tratado de paz, y el faraón reinante tomó a una princesa hitita para que fuera la esposa principal. Era necesaria la paz, porque tanto los hititas como los egipcios sufrían cada vez más los ataques de los «Pueblos del Mar» -invasores de Creta y de otras islas griegas. Éstos se habían afianzado en las costas mediterráneas de Canaán hasta convertirse en los filisteos bíblicos, pero sus ataques sobre el mismo Egipto fueron rechazados por el faraón Ramsés III, que conmemoró las escenas de la batalla en las paredes del templo. Éste atribuyó sus victorias a su estricta adhesión a «los planes del Todo Señorío, mi augusto y divino padre, el Señor de los Dioses». Era a este dios, Amón-Ra, a quien había que atribuir las victorias: pues era «Amón-Ra el que iba detrás de él, destruyéndolos». José J. Lago, en su blog www.historialago.com ha escrito un interesante artículo titulado “el enigma de los Pueblos del Mar”. Según Lago, los Pueblos del Mar son la imagen más viva de la terrible hecatombe que asoló Grecia, Asia Menor y Egipto en una incontenible oleada de destrucción sin parangón en la toda la Historia. Antes de iniciarse la guerra de Troya, el mundo civilizado vivía un equilibrio de poderes perfectamente asentados. Grecia estaba dominada por los micénicos, Egipto era un estado fuerte y poderoso, Troya dominaba la costa occidental turca y los hititas el resto de la península turca y Siria. Pero a finales del siglo XIII, todo ese equilibrio de poderes se vino abajo por causas aún no aclaradas. Los griegos micénicos que habían destruido Troya fueron aplastados por una oleada invasora que borró todo resto de su civilización. Los fantásticos palacios fortificados micénicos como Tirinto o Micenas fueron asaltados y destruidos, la población se dispersó, los campos se abandonaron, la zona se despobló e incluso la escritura se perdió. Sólo la ciudadela micénica de Atenas, encaramada en lo alto de la Acrópolis resistió la destrucción. Todo lo demás fue destruido. Grecia se sumió en una Edad Oscura que habría de durar más de 400 años. En esa misma época, toda Asia Menor fue literalmente arrasada. Ugarit en Siria, Tarso en el sur de la costa turca, uno a uno todos los enclaves civilizados fueron destruido. Egipto fue invadido y a duras penas consiguió rechazar a los asaltantes a un altísimo coste del que ya nunca más se recuperaría. El poderoso imperio Hitita también fue arrasado. Su capital, Hattusa, con sus soberbias fortificaciones que causaban asombro en el mundo entero fue destruida y arrasada hasta los cimientos. En la Historia no se recuerda una hecatombe similar, que hizo retroceder siglos el curso de la Historia, condenando a florecientes civilizaciones a volver a la Edad de Piedra. Lago se plantea las siguientes preguntas: ¿Quién hizo esto? ¿Quién fue el responsable de tal hecatombe? Este es, precisamente, uno de los mayores enigmas de la Historia. Quizás algún día sepamos lo que realmente ocurrió. Mucho es lo que se ha avanzado. Hace poco más de 100 años pensábamos que Troya o Micenas eran invenciones de un poeta y ni siquiera sabíamos que los hititas habían existido. Pero hemos conseguido conocer la pregunta y algún día sabremos la respuesta. De momento sólo podemos formular hipótesis más o menos fiables. Según Lago, en 1200 a.C. la civilización micénica fue borrada de la faz de la tierra con una contundencia tal que permaneció oculta más de 3.000 años. Toda la costa del Mediterráneo oriental fue arrasada por una ola sanguinaria sin parangón en la Historia conocida, que llegó poco después, en 1186 a.C., a Egipto. Los invasores de Egipto llegaron por tierra y, caso raro, también por mar, por lo que los egipcios se refirieron a ellos como “Los Pueblos que venían de las Islas del Mar“. Puesto que sólo la civilización egipcia logró sobrevivir al desastre, las únicas referencias que tenemos de tal debacle son las suyas, especialmente las que adornan las paredes del templo de Medinet-Habu, levantado por Ramsés III para conmemorar su importantísima victoria sobre estos terribles invasores. No fue por casualidad que los egipcios los llamaran “Los Pueblos“, ya que no se trataba de una sola nación, sino de muchas naciones lanzadas al saqueo y la destrucción. El que una nación marinera como Egipto tuviera tantas dificultades para vencer a la flota enemiga en la batalla del Delta demuestra que se trataba de una fuerza invasora perfectamente organizada, con un componente naval, el que más impresionó a los egipcios, de primerísimo orden. Los relieves de Medinet-Habu demuestran que las naves de los Pueblos del Mar eran iguales o superiores a las egipcias, lo que nos pone en la pista de pueblos esencialmente marineros con un dominio de la técnica naval tal que sólo pudieron haber venido, paradójicamente, de esa misma zona geográfica, el mar Egeo, ya que ni en el Mediterráneo occidental ni en el mar Negro existía nada parecido. ¿Es posible que la caída de Troya y de toda su enorme zona de influencia causara la ruina de todos los pueblos que la componían lanzándolos a la destrucción?  Según Lago, salvo algún problema de fechas, esto es, a grandes rasgos, lo que se piensa que ocurrió. No sólo con la caída de Troya, sino con la caída en cadena de toda la civilización micénica, que empujó hacia el sur a miles y miles de personas que lo habían perdido todo y que sólo conservaban sus barcos y sus armas. Aparentemente fue  una reacción en cadena ante la caída de la civilización micénico-troyana. Pero ¿cuál fue el detonante que convirtió al Mediterráneo oriental en el sangriento escenario de esta masacre?  Hace siglos, los inmigrantes llegaban a millares en oleadas sucesivas que trastocaron la Historia de la Humanidad hasta la Edad Media. Uno de esos movimientos demográficos afectó a un pueblo centroeuropeo germánico que, ante la presión de otras invasiones asiáticas no tuvo más remedio que abandonar sus tierras y bajar hasta Grecia. Ese pueblo eran los dorios. Los dorios fueron los responsables de sumir a Grecia en la Edad de Piedra, no por su propia fuerza, sino por la debilidad micénica, a la que la reciente victoria contra Troya no parecía haber fortalecido, sino todo lo contrario. El relato de Homero sobre la vuelta de los reyes micénicos a casa es una historia ensangrentada que refleja las tremendas conmociones socio-económicas que siguieron a la guerra y que debilitaron sin remedio a la civilización micénica hasta dejarla indefensa frente a la invasión doria. Los testimonios arqueológicos nos muestran formidables fortificaciones como Micenas o Tirinto arrasadas, palacios como Pilos destruidos y un cambio brutal que lleva a Grecia de la más rica civilización de todo el continente europeo a la Edad de Piedra. La escritura micénica, el Lineal B, se pierde para siempre, la arquitectura que dio los soberbios palacios y las fabulosas tumbas abovedadas de los reyes queda reducida a cabañas de piedra y tierra con tejados de ramas, la cerámica, único arte funcional que sobrevive, deja la frescura traída desde la Creta minoica y se transforma en la austera geometría germánica. Hubo un factor fundamental en esta historia: los dorios conocían el hierro, con lo que sus guerreros tenían una ventaja enorme sobre los micénicos armados con bronce. Todo se juntó para darle la puntilla a tan gloriosa civilización. La famosa leyenda de El Retorno de los Heráclidas nos habla de los hijos de Heracles (el Hércules romano) que tras la muerte de su padre regresan a Grecia para hacerse con la península griega que reparten en tres partes. Según Lago, esta antiquísima leyenda es vista como la explicación legendaria de la invasión doria y la creación de tres grandes agrupaciones de estados. Pero Lago no cree que sólo los dorios fueran los responsables de la caída micénica. Nos dice Lago que hoy en día hay una nueva hipótesis que exculpa a los dorios para echar casi toda la responsabilidad sobre Los Pueblos del Mar. Según esta hipótesis, la invasión doria fue una consecuencia y no la causa de la caída micénica, lo que sirve también para explicar la caída del Imperio Hitita. Pero Lago argumenta que  poco antes de la destrucción de las ciudadelas micénicas sus fortificaciones fueron reforzadas e incluso se construyó un muro defensivo en el istmo de Corinto, lo que parece indicar una amenaza del norte, más que del sur. Lago cree que los ataques de Los Pueblos del Mar (como el que destruyó Pilos) debilitaron de tal modo a los griegos micénicos que les fue imposible resistir la invasión doria. Entiende que esta es la hipótesis más lógica. Tan sólo la ciudad de Atenas resistió al invasor germánico. La costa turca estaba sumida en el caos por la caída de Troya y ahora se suma Grecia entera. Y toda esta destrucción empuja lenta pero inexorablemente a miles y miles de personas hacia el rico Este,  que tras la destrucción de Troya no puede ni mantener a los indígenas y, evidentemente, cada vez son más y más los pueblos que, por tierra o por mar, bajan por la costa hasta Siria arrasándolo todo a su paso, de la misma forma que los dorios habían arrasado Grecia. Según Lago, los archivos encontrados en las excavaciones muestran el terror despertado en las ciudades ante la inminencia de la destrucción. Un frenético intercambio de mensajes entre distintas ciudades y gobiernos que muestran el pánico ante la destrucción que avanza inexorablemente. El hasta hace bien poco poderoso Imperio hitita cae víctima de la oleada destructora que ya se encamina más hacia el sur, hacia el delta del Nilo, donde Ramsés III logrará frenarla a costa de la ruina de Egipto. Los cronistas egipcios identifican algunas naciones integrantes de estos Pueblos del Mar. Parece que los Peleset son los Filisteos de la Biblia, que los Shardana colonizaron Cerdeña junto con otros restos de esta oleada que llegaron a Italia y que serían el núcleo de la civilización etrusca siglos después. La conclusión es que la caída de Troya provocó el caos en la costa turca. Caos que provocó que florecientes civilizaciones se lanzaran a la piratería y el bandidaje como único medio de subsistencia. Eran pueblos navales, por lo que, con sus tierras destruidas por los diez años de guerra, el mar se convirtió en su nuevo hogar. Los ataques provocaron más ruina y caos, que como una bola de nieve se extendió a la civilización de los griegos micénicos debilitándolos de tal modo que sucumbieron a la presión doria. Los nuevos contingentes de desesperados se unieron a la bola de nieve que, tras destruir toda la costa turca y Siria, ahora se dedicaba a atacar el Imperio Hitita, al que tampoco logró destruir, pero que debilitó de tal forma que sus eternos enemigos pudieron lanzarse sobre él, despedazándolo. Ya sólo quedaba Egipto, que gracias a su enorme fortaleza pudo rechazar la destrucción aún a costa de perder definitivamente su grandeza. El sangriento sendero del hombre en sus guerras contra sus semejantes en nombre de los dioses nos lleva de vuelta a Mesopotamia, la tierra entre los ríos Eufrates y Tigris, el bíblico país de Senaar. Allí aparecieron las primeras ciudades, tal como se cuenta en Génesis, con construcciones de ladrillo y torres que alcanzaban los cielos. Fue allí donde tuvieron sus comienzos los registros históricos, y fue allí donde comenzó la prehistoria, con los asentamientos de los Dioses de Antaño.  Pero ahora vamos a remontarnos unos mil años antes de los dramáticos tiempos de Ramsés II en Egipto. Por entonces, en la lejana Mesopotamia, un joven ambicioso tomaba el poder. Se le llamó Sharru-Kin, el «Gobernante Justo», pero nuestros libros de texto le llaman Sargón I. Construyó una nueva capital, a la que llamó Agadé, y estableció el reino de Acad. La lengua acadia, escrita en forma cuneiforme, fue la lengua madre de todas las lenguas semitas, de las cuales todavía están en uso el hebreo y el árabe. Sargón (2270 a.C. – 2215 a.C.), atribuyó su largo reinado (54 años) al estatus especial que le concedieran los Grandes Dioses, que le hicieron «Supervisor de Ishtar, Sacerdote Ungido de ANU, Gran Pastor Justo de ENLIL». Según escribió Sargón, fue Enlil «el que impidió que nadie se opusiera a Sargón» y el que le dio a éste «la región que va desde el Mar Superior hasta el Mar Inferior» (desde el Mediterráneo hasta el Golfo Pérsico). Por tanto, Sargón llevaba hasta «las puertas de la Casa de Enlil» a los reyes cautivos, atados con cuerdas a los collares de perro que les ponían alrededor del cuello. En una de sus campañas por los montes Zagros, Sargón vivió las mismas hazañas divinas que habían presenciado los combatientes de Troya. Cuando «estaba entrando en el país de Warahshi… intentando proseguir su avance en la oscuridad… Ishtar hizo que la luz brillara sobre él». Así pudo Sargón «atravesar las tinieblas» de la oscuridad mientras dirigía a sus tropas a través de los pasos montañosos del actual Luristán (Irán Occidental), región montañosa situada en el centro de los montes Zagros, dividida en dos por la cadena montañosa de Kabir Kuh: Pish-e Kuh, más elevada y en la zona oriental, y Pusht-e Kuh, situada en la zona occidental. La dinastía acadia que comenzara Sargón alcanzó su culminación bajo su nieto Naram-Sin («Aquél al que ama el dios Sin»). Según consta en sus monumentos, las conquistas de Naram-Sin se debieron a que su dios le había concedido un arma única, el «Arma del Dios», y también a que los otros dioses le habían dado su consentimiento explícito, o incluso le habían invitado a entrar en sus regiones. La principal incursión de Naram-Sin fue en dirección noroeste, y entre sus conquistas estuvo la de la ciudad-estado de Ebla, cuyo archivo de tablillas de arcilla ha provocado un enorme interés científico: «Aunque desde los tiempos de la separación de la humanidad ningún rey había llegado a destruir Arman e Ibla, el dios Nergal abrió el sendero para el poderoso Naram-Sin, y le dio Arman e Ibla. También le dio como regalo desde Amanus, la Montaña de los Cedros, hasta el Mar Superior». Del mismo modo que Naram-Sin podía atribuir sus victoriosas campañas al hecho de haber tenido en cuenta las órdenes de sus dioses, su caída se atribuyó también al hecho de haber ido a guerrear contra el mundo de los dioses. Los expertos han recompuesto, con fragmentos de diferentes versiones, un texto que ha recibido el título de La Leyenda de Naram-Sin. Hablando en primera persona, Naram-Sin explica en este relato de aflicciones que sus problemas comenzaron cuando la diosa Ishtar «cambió sus planes» y los dioses les dieron su bendición a los «siete reyes, hermanos, gloriosos y nobles; sus tropas ascendían a 360.000». Llegando de lo que ahora es Irán, invadieron las tierras montañosas de Gutium y Elam, al este de Mesopotamia, y llegaron a amenazar a la misma Acad. Naram-Sin les preguntó a los dioses qué debía hacer, y le dijeron que dejara a un lado las armas y que,  en vez de ir a combatir, se fuera a dormir con su mujer. Pero, por algún motivo desconocido, debía evitar hacer el amor): “Los dioses le respondieron: «Oh Naram-Sin, éstas son nuestras órdenes: Este ejército que va contra ti… ¡Ata las armas, y ponías en un rincón!   ¡Reprime tu audacia, quédate en casa!  Junto con tu esposa, ve a dormir al lecho,  pero con ella no debes…No debes salir del país, ni ir hasta el enemigo»”. Pero Naram-Sin, diciendo que iba a confiar en sus propias armas, decidió atacar al enemigo a despecho del consejo de los dioses. «Con la llegada del primer año, envié a 120.000 hombres, pero ninguno volvió vivo», confesó Naram-Sin en su inscripción. Gran cantidad de tropas fueron aniquiladas durante el segundo y el tercer años, y Acad comenzó a sucumbir por la muerte y el hambre. En el cuarto aniversario de aquella guerra no autorizada, Naram-Sin apeló al gran dios Ea para que desautorizara a Ishtar y expusiera su caso ante el resto de los dioses. Éstos le aconsejaron que desistiera en su lucha, y le prometieron que «en los días por venir, Enlil traerá la perdición sobre los Hijos del Mal», y Acad tendrá un respiro. La prometida era de paz duró alrededor de tres siglos, durante los cuales Sumer, la parte más antigua de Mesopotamia, reemergió como centro de la realeza; y los centros urbanos más antiguos del mundo antiguo, Ur, Nippur, Lagash, Isin o Larsa, florecieron de nuevo. Sumer fue, bajo los reyes de Ur, el centro de un imperio que abarcaba la totalidad del Oriente Próximo de la antigüedad. Pero a finales del tercer milenio a.C, el país se convirtió en el campo de batalla de lealtades encontradas y de ejércitos oponentes; y, entonces, aquella gran civilización, la primera civilización conocida del hombre, sucumbió a una catástrofe de proporciones sin precedentes. Fue un acontecimiento fatídico que fue recogido en los relatos bíblicos. Fue un acontecimiento cuyo recuerdo pervivió por mucho tiempo, siendo conmemorado y llorado en numerosos poemas, que dan una descripción gráfica del caos y la desolación que cayeron sobre el centro de aquella antigua civilización. Fue, según afirman los textos mesopotámicos, una catástrofe que cayó sobre Sumer como resultado de una decisión de los grandes dioses reunidos en consejo.
Llevó casi un siglo repoblar el sur de Mesopotamia, y otro siglo más hasta reponerse por completo de la aniquilación divina. Para entonces, el centro del poder mesopotámico se había desplazado hacia el norte, a Babilonia. Allí surgiría un nuevo imperio, que se proclamaría un ambicioso dios, Marduk, como deidad suprema. Hacia 1800 a.C, Hammurabi, rey que se hiciera famoso por su código legal, ascendió al trono de Babilonia y empezó a extender sus fronteras. Según sus inscripciones, los dioses no sólo le decían si debía y cuándo debía lanzar sus campañas militares, sino que, además, dirigían literalmente sus ejércitos: “Mediante el poder de los grandes dioses el rey,  amado del dios Marduk,  restableció los cimientos de Sumer y Acad.  Por mandato de Anu, y  con Enlil al frente de su ejército,  con los portentosos poderes que los grandes dioses le habían dado,  no encontró rival en el ejército de Emutbal y su rey Rim-Sin”. Para superar a sus enemigos, el dios Marduk le concedió a Ham-inurabi una «poderosa arma» llamada el «Gran Poder de Marduk»: “Con la Poderosa Arma con la cual Marduk proclamaba sus victorias, el héroe [Hammurabi] venció en la batalla a los ejércitos de Eshnuna, Subartu y Gutium… Con el «Gran Poder de Marduk» venció a los ejércitos de Sutium, Turukku, Kamu… Con el Portentoso Poder que Anu y Enlil le habían dado derrotó a todos sus enemigos hasta el país de Subartu”. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Babilonia tuviera que compartir su poder con un nuevo rival en el norte: Asiria, donde no se proclamó a Marduk como dios supremo, sino al dios barbado Assur («El Que Todo lo Ve»). Mientras Babilonia se metía con los países del sur y del este, los asirios extendieron sus dominios hacia el norte y hacia el oeste, hasta «el país del Líbano, a orillas del Gran Mar». Eran países que estaban en los dominios de los dioses Ninurta y Adad, y los reyes asirios tomaban buena cuenta de lanzar sus campañas por mandato explícito de estos grandes dioses. Así, Tiglat-Pileser I conmemoró sus guerras, en el siglo XII a.C, con las siguientes palabras: “Tiglat-Pileser, el rey legítimo, rey del mundo, rey de Asiria, rey de las cuatro regiones de la tierra; El valeroso héroe, guiado por los mandatos dignos de confianza de Assur y Ninurta, los grandes dioses, sus señores, venciendo así a sus enemigos… Por orden de mi señor Assur, conquisté por mi mano desde más allá del bajo río Zab hasta el Mar Superior, que está en el oeste. Tres veces marché contra los países Nairi… Hice que 30 reyes de los países Nairi se postraran a mis pies. Tomé rehenes de ellos, y recibí como tributo suyo unos caballos dóciles al yugo… Por mandato de Anu y Adad, los grandes dioses, mis señores, fui a las montañas del Líbano, y corté vigas de cedro para los templos de Anu y Adad”. Al asumir el título de «rey del mundo, rey de las cuatro regiones de la Tierra», los reyes asirios desafiaban directamente a Babilonia, pues ésta dominaba la antigua región de Sumer y de Acad. Para legitimizar su afirmación, los reyes asirios tenían que tomar el control de aquellas antiguas ciudades donde los Grandes Dioses tuvieron sus hogares en los días de antaño; pero el camino hasta esas ciudades estaba bloqueado por Babilonia. La hazaña la logró Salmanasar III en el siglo IX a.C, que dijo en sus inscripciones: “Marché contra Acad para vengar… e infligir la derrota… entré en Kutha, Babilonia y Borsippa. Ofrecí sacrificios a los dioses de las ciudades sagradas de Acad. Continué río abajo hasta Caldea, y recibí tributo de todos los reyes de Caldea… En aquel tiempo, Assur, el gran señor… me dio el cetro, el báculo… todo lo que hacía falta para gobernar al pueblo. Yo sólo actuaba bajo los mandatos dignos de crédito que me daba Assur, el gran señor, mi señor, que me ama”. En el relato de sus distintas campañas, Salmanasar afirmaba que alcanzó sus victorias gracias a las armas que le proporcionaban los dioses: «Combatí con la Fuerza Poderosa que Assur, mi señor, me había dado; y con las potentes armas que Nergal, mi guía, me había regalado». Se dice que el arma de Assur tenía un «fulgor aterrador». En una guerra con Adini, el enemigo huyó al ver «el aterrador Fulgor de Assur; esto les sobrecogió». Tras varios intentos, Babilonia fue saqueada al fin por el rey asirio Senaquerib en el 689 a.C. Pero esto sólo pudo ocurrir porque su propio dios, Marduk, se enfureció con su rey y con su pueblo, decretando que «setenta años será la medida de su desolación» -exactamente lo mismo que decretara posteriormente el Dios de Israel para Jerusalén. Al someter la totalidad de Mesopotamia, Senaquerib pudo asumir al fin el ansiado título de «Rey de Sumer y Acad». En sus inscripciones, Senaquerib relató también sus campañas militares a lo largo de la costa del Mediterráneo, que le llevaron a combatir con los egipcios a las puertas de la península del Sinaí. La lista de ciudades conquistadas parece un capítulo del Antiguo Testamento -Sidón, Tiro, Biblos, Akko, Ashdod, Ascalón- «ciudades fortificadas» que Senaquerib «aplastó» con la ayuda de «el sobrecogedor Fulgor, el arma de Assur, mi señor». Los relieves que ilustran sus campañas (como el que representa el asedio de Lakish, muestran a los atacantes utilizando proyectiles con forma de cohete contra sus enemigos. En las ciudades conquistadas, Senaquerib mató «a sus delegados y patricios… y colgué sus cuerpos en postes que dispuse alrededor de la ciudad; a los ciudadanos normales los consideré prisioneros de guerra». En cierto objeto, conocido como el Prisma de Senaquerib, se ha conservado una inscripción histórica en la cual éste hace mención del sometimiento de Judá y de su ataque a Jerusalén. La disputa que Senaquerib tuvo con su rey, Ezequías, fue debida al hecho de que éste tenía prisionero a Padi, rey de la ciudad filistea de Ecrón, «que era leal por su solemne juramento al dios Assur». Senaquerib escribió: «Al igual que hice con Ezequías de Judá, que no se sometió a mi yugo, puse sitio a 46 de sus ciudades fortificadas y fuertes amurallados, así como a incontables poblaciones de los alrededores… Al mismo Ezequías hice prisionero en Jerusalén, su residencia real; como a un pájaro en una jaula lo rodeé de terraplenes… Las ciudades que había saqueado las separé de su país y se las entregué a Mitini, rey de Ashdod; Padi, rey de Ecrón; y Silibel, rey de Gaza, reduciendo así su reino». El sitio de Jerusalén ofrece varios detalles significativos. No hubo un motivo directo, sino indirecto, basado en el hecho de  que estuviera retenido allí el leal rey de Ecrón contra su voluntad. El «sobrecogedor Fulgor, el arma de Assur», que empleó para «aplastar las ciudades fortificadas» de Fenicia y Filistea, no se utilizó contra Jerusalén. Y el habitual final de las inscripciones -«Luché con ellos y les infligí la derrota»- no aparece en el caso de Jerusalén; Senaquerib se limitó a reducir el tamaño de Judea, entregando las regiones periféricas a los reyes vecinos. Además, la habitual afirmación de que un país o una ciudad fueron atacados siguiendo las «órdenes dignas de crédito» del dios Assur también están ausentes en el caso de Jerusalén. Y uno se pregunta si esto querrá decir que el ataque a la ciudad fue un ataque no autorizado, un capricho de Senaquerib en lugar de un deseo de su dios. Esta intrigante posibilidad se convierte en una convincente probabilidad cuando leemos la otra parte de la historia, la que nos llega a través del Antiguo Testamento. Mientras Senaquerib pasaba por alto su fracaso en conquistar Jerusalén, el relato que aparece en el segundo libro de Reyes nos ofrece la historia al completo. Por la crónica bíblica nos enteramos de que «en el decimocuarto año del rey Ezequías, Senaquerib, rey de Asiria, cayó sobre todas las ciudades amuralladas de Judá y las conquistó». Entonces, envió a dos de sus generales con un gran ejército hacia Jerusalén, la capital. Pero, en vez de asaltar la ciudad, el general asirio Rab-Shakeh entabló un intercambio verbal con los dirigentes de la ciudad, una conversación que insistió en mantener en hebreo, para que toda la población pudiera entenderles. ¿Qué es lo que tenía que decir que el pueblo tuviera que saber? El texto bíblico lo deja claro: ¡las conversaciones tenían que ver con la cuestión de si la invasión asiria de Judea estaba autorizada por el Señor Yahveh o no!: “«Y Rab-Shakeh les dijo: Decidle a Ezequías: Así dice el gran rey, el rey de Asiria: ¿Qué confianza es ésa en la que te fías?».Si me decís: «Nosotros confiamos en Yahveh, nuestro Dios»…Entonces, ¿es que he venido contra este lugar para destruirlo sin Yahveh? Yahveh me dijo: «¡Sube contra esa tierra y destrúyela!»”. Cuanto más rogaban los ministros del rey Ezequías, de pie ante las murallas de la ciudad, que Rab-Shakeh dejara de decir esas falsedades en hebreo, y que las expresara en arameo, que por entonces era el idioma de la diplomacia, más se acercaba Rab-Shakeh a las murallas para gritar sus palabras en hebreo, con el fin de que todos pudieran oírlo. No tardó en emplear un lenguaje más duro con los emisarios de Ezequías, para acabar degradando al mismo rey. Y al final, exaltado por su propia oratoria, Rab-Shakeh abandonó el reclamo de tener el permiso de Yahveh para atacar Jerusalén y se puso a subestimar al mismísimo Dios. Cuando a Ezequías se le relató la blasfemia, “«desgarró sus vestidos y se cubrió de sayal, y se fue a la Casa de Yahveh… Y envió recado al profeta Isaías, diciendo: ‘Éste es un día de angustia, reprobación y blasfemia… Que Yahveh, tu Señor, escuché todo lo que ha dicho Rab-Shakeh, al cual su señor, el rey de Asiria, ha enviado para menospreciar al Dios Vivo’. Y el Señor Yahveh respondió a través del profeta Isaías: ‘En lo relativo al rey de Asiria… por donde vino, volverá; y en esta ciudad no entrará… pues yo la defenderé para salvarla’.Y sucedió aquella noche, que el ángel de Yahveh salió e hirió en el campamento de los asirios  a ciento ochenta y cinco mil hombres; y, he aquí, que al amanecer no había más que cadáveres. Y así, Senaquerib, el rey de Asiria, partió, y regresando se quedó en Nínive”. Según el Antiguo Testamento, después de que Senaquerib volviera a Nínive, «sucedió que, mientras estaba postrado en el templo de su dios Nisrok, Adrammélek y Saréser, sus hijos, le mataron a espada, y escaparon al país de Ararat. Y Asaradón, su hijo, reinó en su lugar». Las crónicas asirías confirman el aserto bíblico. Ciertamente, Senaquerib fue asesinado, y su hijo pequeño Asaradón subió al trono después que él. En una inscripción de Asaradón, conocida como  Prisma B, se describen los acontecimientos con mayor detalle. Por mandato de los grandes dioses, Senaquerib había proclamado públicamente a su hijo pequeño como sucesor. «Él convocó al pueblo de Asiria, jóvenes y viejos, e hizo que mis hermanos, los descendientes varones de mi padre, prestaran juramento solemne en presencia de los dioses de Asiria… con el fin de asegurar mi sucesión». Más tarde, los hermanos romperían su juramento al matar a Senaquerib e intentar matar a Asaradón, pero los dioses lo alejaron de ellos «y me llevaron a un lugar oculto… preservándome para la realeza». Después de un período de confusión, Asaradón recibió «un mandato digno de crédito de los dioses: ‘¡Ve, no te demores! ¡Marcharemos contigo!’». La deidad que fue delegada para acompañar a Asaradón fue Ishtar. Cuando las fuerzas de sus hermanos salieron de Nínive para repeler su ataque a la capital, «Ishtar, la Dama de la Batalla, que deseaba que fuera su sumo sacerdote, permaneció a mi lado. Ella rompió los arcos de ellos, y dispersó su orden de batalla». Una vez desorganizadas las tropas ninivitas, Ishtar se dirigió a ellos en nombre de Asaradón. «Ante su egregia orden, se pasaron en masa a mi bando y se reagruparon detrás de mí», escribió Asaradón, «y me reconocieron como su rey». Tanto Asaradón como su hijo y sucesor Assurbanipal intentaron invadir Egipto, y ambos emplearon Armas de Fulgor en las batallas. «El aterrador Fulgor de Assur», escribió Assurbanipal, «cegó al faraón de manera que se volvió loco». Otras inscripciones de Assurbanipal sugieren que su arma, que emitía un intenso y cegador resplandor, la llevaban los dioses como parte de su tocado. En una ocasión, un enemigo «quedó ciego por el resplandor de la cabeza del dios». En otra, «Ishtar, que mora en Arbela, vestida con Fuego Divino y luciendo el Tocado Radiante, hizo llover llamas sobre Arabia». También existen referencias en el Antiguo Testamento a esta Arma del Fulgor que podía cegar. Cuando los Ángeles (literalmente, emisarios) del Señor llegaron a Sodoma antes de su destrucción, el populacho intentó echar abajo la puerta de la casa en la que se hospedaban. Y los Ángeles «cegaron a los que estaban en la entrada de la casa… y no podían encontrar la puerta». Cuando Asiría alcanzó la supremacía, habiendo extendido sus dominios incluso hasta el Bajo Egipto, sus reyes, en palabras del Señor al profeta Isaías, olvidaron que no eran más que un instrumento del Señor: «¡Oh Asiría, el azote de mi ira! Mi cólera es la vara en sus manos; contra las naciones impías los envío; y les hago cargar sobre todo aquel pueblo que me enoja». Pero los reyes asirios iban más allá del mero castigo; «más bien está en su corazón aniquilar y borrar no pocas naciones». Y esto iba más allá de lo que pretendía Dios; por tanto, el Señor Yahveh anunció: «Pediré cuentas al rey de Asiría, pediré cuentas de los frutos de la creciente soberbia de su corazón». Las profecías bíblicas que predecían la caída de Asiría se hicieron realidad cuando los rebeldes babilonios del sur reunieron a los invasores del norte y del este para hacer caer Assur, la capital religiosa, en el 614 a.C, y Nínive, la capital real, que fue conquistada y saqueada dos años más tarde. Y la gran Asiría desapareció. Los reyes vasallos de Egipto y Babilonia tomaron la desintegración del imperio asirio como una oportunidad para intentar restaurar sus propias hegemonías. Los países que había entre ellos se convirtieron, una vez más, en el ansiado premio, y los egipcios, bajo el faraón Nekó, fueron más rápidos en la invasión de estos territorios. En Babilonia, Nabucodonosor II -tal como se informa en sus inscripciones- recibió la orden del dios Marduk para que marchara con su ejército hacia el oeste. La expedición se hizo posible gracias a que «otro dios», el que tenía la soberanía original de la región, ya «no deseaba el país de los cedros», y ahora «un enemigo extranjero lo dominaba y lo esquilmaba». En Jerusalén, los mandatos del Señor Yahveh a través de su profeta Jeremías estaban del lado de Babilonia, pues el Señor Yahveh -que llamaba a Nabucodonosor «mi siervo»- había decidido hacer del rey babilónico el instrumento de Su ira contra los dioses de Egipto: “Así dice Yahveh, Señor de los Ejércitos, el Dios de Israel:«He aquí que yo mando en busca de Nabucodonosor, mi siervo…Y él herirá la tierra de Egipto, y dará muerte a quien sea para la muerte, y cautiverio a quien sea para el cautiverio,y espada a quien sea para la espada. Y prenderé fuego en la casa de los dioses de Egipto, y él los incendiará..Y romperá los obeliscos de Heliópolis, la que está en la tierra de Egipto; y Las casas de los dioses de Egipto abrasará con fuego»”. En el transcurso de esta campaña, el Señor Yahveh anunció que también Jerusalén sería castigada por culpa de los pecados de su pueblo, por haberse dedicado al culto de la «Reina del Cielo» y de los dioses de Egipto: «Mi ira y mi furia se derramarán sobre este lugar… y arderá y no se apagará… Sobre la ciudad en la que mi nombre se ha pronunciado vendrá la perdición». Y así fue que en el año 586 a.C. «Nabuzaradán, capitán de la guardia del rey de Babilonia, entró en Jerusalén; e incendió la Casa de Yahveh, y la casa del rey, y todas las casas de Jerusalén… y el ejército de los caldeos echó abajo las murallas que rodeaban Jerusalén». Sin embargo, Yahveh prometió que esta desolación se prolongaría sólo durante setenta años. El rey que tuvo que cumplir esta promesa y permitir la reconstrucción del Templo de Jerusalén fue Ciro. Se cree que sus antepasados, que hablaban una lengua indoeuropea, habían emigrado hacia el sur desde la región del Mar Caspio hasta la provincia de Anzán, en la costa oriental del Golfo Pérsico. Allí, Hakham-Anish («Hombre Sabio»), el líder de los emigrantes, inició una dinastía a la que hemos dado en llamar dinastía de los Aqueménidas. Sus descendientes -Ciro, Darío, Jerjes- hicieron historia como soberanos de lo que fue el imperio persa. Cuando Ciro ascendió al trono de Anzán en el 549 a.C, su país era una distante provincia de Elam y Media. En Babilonia, por entonces centro del poder, el trono estaba ocupado por Nabunaid, que se convirtió en rey en circunstancias poco normales: no por la habitual elección del dios Marduk, sino como resultado de un peculiar pacto entre una Suma Sacerdotisa (la madre de Nabunaid) y el dios Sin. En una tablilla parcialmente dañada se recoge la acusación de la que acabaría siendo objeto Nabunaid: «Puso una estatua herética sobre una base… pronunció su nombre ‘el dios Sin’… En el momento oportuno de la Festividad de Año Nuevo, aconsejó que no hubiera celebraciones… Confundió los ritos y trastocó las ordenanzas». Mientras Ciro estaba ocupado peleando contra los griegos de Asia Menor, Marduk, que quería recuperar su posición como dios nacional de Babilonia, «buscó y rebuscó por muchos países, intentando encontrar a un soberano justo y dispuesto a ser dirigido. Y pronunció el nombre de Ciro, Rey de Anzán, y dijo su nombre para que fuera el soberano de todas las tierras». Después de que las primeras acciones de Ciro demostraran ser acordes con los deseos del dios, Marduk «le ordenó que marchara contra su propia ciudad. Babilonia. Hizo que saliera al camino de Babilonia, yendo a su lado como un amigo de verdad». Así, literalmente acompañado por el dios, Ciro pudo tomar Babilonia sin derramamiento de sangre. En el día correspondiente al 20 de marzo del 538 a.C, Ciro «sostuvo las manos de Bel [el Señor] Marduk» en el recinto sagrado de Babilonia. El día de Año Nuevo, su hijo, Cambises, ofició la restaurada festividad en honor a Marduk. Ciro dejó a sus sucesores un imperio que abarcaba en uno solo a todos los primitivos imperios y reinos de la región: Sumer, Acad, Babilonia y Asiría en Mesopotamia; Elam y Media en el este; las tierras del norte; las tierras hititas y griegas en Asia Menor; Fenicia, Canaán y Filistea; todos se encontraban ahora bajo la soberanía de un rey y de un dios supremo, Ahura-Mazda, Dios de la Verdad y la Luz. En la antigua Persia, se le representaba como a un dios barbado que cruzaba los cielos dentro de un Disco Alado, muy parecido al modo en que los asirios habían representado a su dios supremo, Assur. Cuando murió Ciro, en el 529 a.C, la única tierra que seguía siendo independiente, con sus dioses, era Egipto. Cuatro años después, su hijo y sucesor, Cambises, llevó a sus tropas a lo largo de la costa mediterránea de la península del Sinaí y derrotó a los egipcios en Pelusium; pocos meses después entraba en Menfis, la capital real de Egipto, y se proclamaba faraón. A pesar de su victoria, Cambises se cuidó mucho de emplear en las inscripciones egipcias la habitual fórmula de apertura: «el gran dios, Ahura-Mazda, me eligió». Reconocía así que Egipto no entraba dentro de los dominios de su dios. Como deferencia a los dioses independientes de Egipto, Cambises se postró ante sus estatuas, aceptando su dominio. A cambio, los sacerdotes egipcios legitimaron su soberanía sobre Egipto, concediéndole el título de «Descendiente de Ra». El mundo antiguo se hallaba ahora unido bajo un único rey, elegido por el «gran dios de la verdad y la luz» y aceptado por los dioses de Egipto. Ni dioses ni hombres tendrían ahora motivos para guerrear entre sí. ¡Paz en la Tierra! Pero la paz fracasó al final. Al otro lado del Mediterráneo, los griegos iban creciendo en riquezas, poder y ambición, y cada vez se daban más conflictos, tanto locales como internacionales, en Asia Menor, el Mar Egeo y el Mediterráneo oriental. En el 490 a.C, Dario I intentó invadir Grecia y fue derrotado en Maratón. Nueve años después, Jerjes I fue derrotado en Salamina. Siglo y medio más tarde, Alejandro de Macedonia cruzaba desde Europa para lanzar una campaña de conquista que vería correr la sangre de hombres de todas las tierras de la antigüedad hasta la India. ¿Acaso Alejandro llevaba a cabo un «mandato digno de crédito» de los dioses? Nada de eso. Creyendo una leyenda según la cual su padre había sido un dios egipcio, Alejandro conquistó Egipto para escuchar el oráculo del dios que le confirmara sus orígenes semidivinos. Pero el oráculo también le predijo su temprana muerte, y los viajes y conquistas de Alejandro vinieron motivados, a partir de este momento, por su búsqueda de las Aguas de la Vida, de las cuales anhelaba beber para eludir su destino. A pesar de tanta carnicería, murió joven y en la flor de la vida. Y, desde entonces, las Guerras de los Hombres han sido sólo las guerras de los hombres. ¿Acaso no fue más que un triste comentario en la historia de la guerra lo que los mesiánicos esenios auguraron respecto a una Guerra Final de los Hombres en la que la Compañía de los Dioses se uniría a la Congregación de los Mortales, y los «gritos de guerra de dioses y hombres» se mezclarían en el campo de batalla? En absoluto. Lo que La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas auguraba era, simplemente, que las acciones guerreras de los hombres terminarían del mismo modo en el cual habían comenzado: con dioses y hombres luchando hombro con hombro. Por increíble que pueda parecer, existe un documento que relata la primera guerra en la cual los dioses se involucraron con hombres mortales. Es una inscripción que hay en las paredes del gran templo de Edfú, una antigua ciudad sagrada egipcia que estuvo dedicada al dios Horus. Según sostienen las leyendas egipcias, fue allí donde este dios estableció una fundición de «hierro divino» y donde, en un recinto especial, Horus conservaba el gran Disco Alado que podía cruzar los cielos. «Cuando las puertas de la fundición se abren», decía un texto egipcio, «el Disco se eleva»: La inscripción, notable por su precisión geográfica, comienza con una fecha exacta -una fecha que no pertenece a los asuntos de los hombres, sino de los dioses. Tiene que ver con acontecimientos que tuvieron lugar mucho antes que los faraones, cuando los mismos dioses reinaban en Egipto: “En el año 363, Su Majestad, Ra, el Santo, el Halcón del Horizonte, el Inmortal Que Vive Para Siempre, estaba en la tierra de Khenn. Estaba acompañado por sus guerreros, pues los enemigos habían conspirado contra su señor en la región que recibió el nombre de Ua-Ua desde aquel día. Ra fue allí en su barco, sus compañeros con él. Desembarcó en la zona del Lugar del Trono de Horus, en la parte occidental de esta zona, al este de la Casa de Khennu, la que recibió el nombre de Khennu Real desde entonces. Horus, el Medidor Alado, llegó al barco de Ra. Le dijo a su antepasado: «Oh Halcón del Horizonte, he visto al enemigo conspirar contra tu Señorío, para arrebatarte la Corona Luminosa»”. Con unas cuantas palabras, el antiguo escriba se las ingenió para dibujar el fondo, así como para situar el escenario de la inusual guerra que estaba a punto de comenzar. En un momento se nos informa que la pugna vino a consecuencia de una conspiración de ciertos «enemigos» de los dioses Ra y Horus, que pretendían arrebatarle la «Corona Luminosa del Señorío». Es obvio que esto sólo podía pretenderlo otro u otros dioses. Con el fin de anticiparse a la conspiración, Ra, «acompañado por sus guerreros», fue en su barco hasta una zona en donde Horus había establecido su cuartel general. El «barco» de Ra, que nos resulta conocido de otros muchos textos, era un Barco Celeste en el cual el dios podía remontarse hasta los cielos más lejanos. En este caso, Ra lo utilizó para desembarcar lejos de las aguas, «en la parte occidental» de la región de Ua-Ua. Allí aterrizó, al este del Lugar del Trono de Horus. Y Horus salió a recibir a su antepasado y a informarle de que el «enemigo» estaba reuniendo sus fuerzas. “Entonces, Ra, el Santo, el Halcón del Horizonte, le dijo a Horus, el Medidor Alado: «Noble vástago de Ra, mi descendiente: Ve rápido, y derriba al enemigo al que has visto»”. Con estas instrucciones, Horus despegó en el Disco Alado en busca del enemigo en los cielos: “Y así, Horus, el Medidor Divino, se elevó hacia el horizonte en el Disco Alado de Ra; de ahí que se le haya llamado desde aquel día «Gran Dios, Señor de los Cielos»”. Desde el cielo, volando en el Disco Alado, Horus divisó a las fuerzas enemigas y desencadenó sobre ellos una «tormenta» que no podía ser vista ni oída, y que, no obstante, traía una muerte instantánea: “En las alturas de los cielos, desde el Disco Alado, vio a los enemigos, y cayó sobre ellos por detrás. De la parte de delante soltó contra ellos una Tormenta que no podían ver con sus ojos, ni oír con sus oídos. Aquello les llevó la muerte a todos en un instante; ningún ser quedó con vida a su paso”. Después, Horus volvió al barco de Ra con el Disco Alado, «que brillaba con muchos colores», y escuchó a Toth, dios de las artes mágicas, haciendo oficial su victoria: “Entonces, Horus, el Medidor Divino, reapareció en el Disco Alado, que brillaba con muchos colores; y volvió al barco de Ra, el Halcón del Horizonte. Y Toth dijo: «¡Oh, Señor de los dioses! El Medidor Divino ha vuelto en el gran Disco Alado, brillando con muchos colores»”.De ahí que sea llamado desde aquel día «El Medidor Divino». Y en honor a Horus, el Medidor Divino, le pusieron a la ciudad de Hut el nombre de «Behutet». Fue en el Alto Egipto donde tuvo lugar esta primera batalla, la que mantuvo Horus con «los enemigos». Heinrich Brugsch, que fue el primero en publicar el texto de esta inscripción en 1870 (Die Sage von der geflügten Sonnenscheibé), sugirió que la «Tierra de Khenn» era Nubia, y que Horus había divisado a los enemigos en Syene (el Asuán de hoy). Estudios más recientes, como Egypt in Nubia, de Walter B. Emery, coinciden en que Ta-Khenn era Nubia y que Ua-Ua era el nombre de su mitad norte, la región que se extiende entre las primeras y las segundas cataratas del Nilo (a la parte sur de Nubia se le llamaba Kus). Estas identificaciones parecen válidas, dado que la ciudad de Behutet, que se le concedió a Horus como premio por su primera victoria, no era otra que la ciudad de Edfú, que estuvo consagrada a Horus desde entonces. Las leyendas sostienen que fue en Edfú donde Horus estableció una fundición de metal divino, en donde se forjaban las singulares armas de «hierro divino». También era allí donde Horus entrenaba a un ejército de mesniu Gente de Metal». Se les representó en las paredes del templo de Edfú con el aspecto de hombres de cabeza rapada, con una túnica corta y un grueso collar, con armas en ambas manos. Por otra parte, entre los jeroglíficos de «hierro divino» y «gente de metal» había un arma con forma de arpón que no se ha podido identificar. Según las leyendas egipcias, los mesniu fueron los primeros hombres en ser armados por los dioses con armas hechas de metal. Y, como pronto veremos en el relato, también fueron los primeros en ser enrolados por un dios para luchar en las guerras de los dioses. Al estar ya bien controlada la región que se extiende entre Asuán y Edfú, y con guerreros bien armados y entrenados, los dioses se dispusieron a avanzar hacia el norte, hacia el corazón de Egipto. Parece que las primeras victorias fortalecieron también la alianza de los dioses, pues se nos dice que la diosa asiática Ishtar (el texto egipcio la llama por su nombre cananeo, Ashtoreth) se unió al grupo. Desde el cielo, Horus llamó a Ra para que explorara la tierra bajo ellos: “Y Horus dijo: «¡Avanza, Oh Ra! ¡Busca a los enemigos que hay abajo, en la tierra!» Entonces, Ra, el Santo, se adelantó; y Ashtoreth fue con él. Y buscaron a los enemigos en tierra; pero se habían escondido todos”. Dado que los enemigos en tierra se habían ocultado a la vista, Ra tuvo una idea: «Y Ra dijo a los dioses que le acompañaban: ‘Llevemos nuestra nave hacia el agua, pues el enemigo se encuentra en la tierra’. Y a aquellas aguas se les llamó desde entonces ‘Las Aguas Recorridas’». Mientras que Ra podía hacer uso de las capacidades anfibias de su vehículo, Horus tuvo que hacerse con una nave acuática. De modo que le dieron un barco, «y lo llamaron Mak-A (Gran Protector) hasta el día de hoy». Fue entonces cuanto tuvo lugar la primera batalla en la que se vieron involucrados mortales: “Pero los enemigos también iban por el agua, haciéndose pasar por cocodrilos e hipopótamos, y se pusieron a golpear el barco de Ra, el Halcón del Horizonte..Entonces, apareció Horus, el Medidor Divino, junto con sus ayudantes, aquellos que le servían como guerreros, cada uno llamado por nombre, con el Hierro Divino y una cadena en las manos, y repelieron a los cocodrilos y los hipopótamos. Y cazaron a 651 enemigos en aquel lugar; fueron muertos a la vista de la ciudad. Y Ra, el Halcón del Horizonte, le dijo a Horus, el Medidor Divino: «Que este sitio se conozca como el lugar donde llevaste a cabo tu victoria en las tierras del sur»”. Tras vencer a sus enemigos desde los cielos, sobre la tierra y en las aguas, la victoria de Horus parecía completa; y Toth pidió que se celebrara: “Entonces dijo Toth a los otros dioses: «¡Oh Dioses del Cielo, alegrad vuestros corazones! ¡Oh Dioses de la Tierra, alegrad vuestros corazones! El joven Horus ha traído la paz, después de realizar extraordinarias hazañas en esta campaña»”. A partir de entonces se adoptó el Disco Alado como emblema  del Horus victorioso: “Desde aquel día existen los emblemas metálicos de Horus. Fue Horus el que se forjó como emblema el Disco Alado, situándolo en la parte delantera del barco de Ra. Y junto a él puso a la diosa del norte y a la diosa del sur, representadas como dos serpientes. Y Horus, de pie detrás del emblema, sobre el barco de Ra, con el Hierro Divino y la cadena en la mano”. A pesar de las palabras de Toth acerca de Horus como portador de la paz, ésta aún no estaba a mano. Mientras el grupo de dioses seguía su avance hacia el norte, «vislumbraron dos brillos en la llanura que hay al sudeste de Tebas. Y Ra le dijo a Toth: ‘Es el enemigo; que los mate Horus…’. Y Horus hizo una gran masacre entre ellos». Una vez más, con la ayuda del ejército de hombres que había entrenado y armado, Horus logró la victoria; y Toth siguió poniendo nombre a los lugares en honor a las victoriosas batallas. Mientras que con la primera batalla aérea se abrió paso a través de las defensas que separaban a Egipto de Nubia en Syene (Asuán), con las batallas que siguieron en tierra y en el agua, Horus se aseguró la curva del Nilo, desde Tebas a Dendera. Grandes templos y emplazamientos reales proliferarían en tiempos futuros. Ahora, el camino al corazón de Egipto estaba abierto. Durante varios días, los dioses avanzaron hacia el norte -Horus vigilando desde los cielos en el Disco Alado, Ra y sus compañeros bajando el Nilo, y la Gente de Metal guardando los flancos por tierra. A continuación, hubo una serie de breves pero fieros enfrentamientos; los nombres de los lugares, bien establecidos en la antigua geografía egipcia, indican que la ofensiva de los dioses llegó a la región de los lagos que, en la antigüedad, se extendía desde el Mar Rojo hasta el Mediterráneo (alguno de los cuales aún existe): “Después, los enemigos se distanciaron de él, hacia el norte. Se situaron en la región del agua, de cara al mar que hay detrás del Mediterráneo; y sus corazones estaban atenazados por el miedo que le tenían. Pero Horus, el Medidor Alado, los acosaba desde el barco de Ra, con el Hierro Divino en la mano. Y todos sus Ayudantes, con armas de hierro forjado, se organizaron a su alrededor. Pero el intento de rodear y atrapar a los enemigos no dio resultado: «Durante cuatro días y cuatro noches, recorrieron las aguas persiguiéndoles, sin llegar a ver ni uno de ellos». Después, Ra le aconsejó que subiera de nuevo al Disco Alado, y entonces Horus pudo ver a los enemigos huyendo; «les arrojó su Lanza Divina y los mató, haciendo gran aniquilación entre ellos. Trajo también a 142 enemigos prisioneros en la parte delantera del barco de Ra», que fueron rápidamente ejecutados”. La inscripción del templo de Edfú cambia después a un panel diferente, dado que ahí comenzaba un nuevo capítulo de aquella Guerra de los Dioses. Los enemigos que habían logrado escapar «se dirigieron por el Lago del Norte hacia el Mediterráneo, al cual pretendían llegar navegando por la región del agua. Pero el dios hirió sus corazones [con el miedo], y cuando llegaron a la mitad de las aguas en su huida, se dirigieron desde el lago occidental a las aguas que conectan con los lagos de la región de Mer, con el fin de reunirse allí con los enemigos que había en la Tierra de Set». Estos versículos no sólo nos proporcionan información geográfica, sino que también identifican por primera vez a «los enemigos». El conflicto se había desplazado a la cadena de lagos que, en la antigüedad, mucho más que en nuestros días, separaba físicamente a Egipto de la península del Sinaí. Al este, más allá de esta barrera de agua, se hallaban los dominios de Set, adversario de antiguo que había dado muerte a Osiris, padre de Horus. Ahora sabemos que era Set el enemigo contra el cual habían lanzado su ofensiva las fuerzas de Horus desde el sur. Y, ahora, Horus llegaba a la frontera que separaba a Egipto de la Tierra de Set. En ese momento se dio una tregua en la lucha, durante la cual Horus llevó a primera línea a su Gente de Metal armada, y Ra pudo llegar al escenario en su barco. También los enemigos se reagruparon y cruzaron las aguas en retirada, a lo que siguió una importante batalla. Esta vez, fueron capturados y ejecutados 381 enemigos (en ningún momento, se dan en el texto cifras de bajas en el bando de Horus); y Horus, al calor de la batalla, en su persecución, cruzó las aguas y entró en el territorio de Set. Fue por este motivo, según la inscripción del gran templo de Edfú, que Set, enfurecido, se enfrentó a Horus en una serie de batallas -por tierra y por aire- en una lucha de dios a dios. De esta lucha se han encontrado varias versiones, como veremos. Lo que resulta interesante aquí es el hecho que remarcara E. A. Wallis Budge en The Gods of the Egyptians: “la primera vez que se implicó a los hombres en las Guerras de los Dioses, fue el ejército humano con el Hierro Divino el que trajo la victoria a Horus: «Está bastante claro que él atribuyó su victoria principalmente a la superioridad de las armas con las que él y sus hombres iban armados, y al material del cual estaban hechas»”. Así, según los escritos egipcios, el hombre aprendió a levantar la espada contra el hombre. Cuando terminaron los combates, Ra expresó su satisfacción por las hazañas de «estas Gentes de Metal de Horus», y decretó, que a partir de entonces, «morarán en los santuarios» y se les servirá con libaciones y ofrendas «como recompensa, porque han dado muerte a los enemigos del dios Horus». Se les acomodó en Edfú, la capital de Horus en el Alto Egipto, y en This (Tanis en griego, la bíblica Zo’an), capital del dios en el Bajo Egipto. Con el tiempo, sobrepasarían su papel exclusivamente militar y lograrían el título de Shamsu-Hor («Asistentes de Horus»), sirviéndole como ayudantes y emisarios humanos. Se ha descubierto que la inscripción de las paredes del templo de Edfú era una copia de un texto conocido por los escribas egipcios de fuentes más antiguas; pero nadie sabe cuándo y quiénes compusieron el texto original. Los expertos que han estudiado la inscripción han llegado a la conclusión de que la precisión geográfica y otros datos del texto indican (en palabras de E. A. Wallis Budge) «que no estamos tratando aquí acontecimientos completamente mitológicos; y es bastante probable que la victoriosa ofensiva que se le atribuye a Hor-Behutet (Horus de Edfú) se basé en las hazañas de algún invasor victorioso que se estableció en Edfú en épocas muy antiguas». Al igual que ocurre con todos los textos históricos egipcios, también éste comienza con una fecha: «En el año 363». Estas fechas indican siempre el año del reinado del faraón al cual pertenece el acontecimiento: cada faraón tenía su primer año, su segundo año, etc. Sin embargo, el texto en cuestión no trata de asuntos de reyes, sino de asuntos divinos, de una guerra entre dioses. Así pues, el texto relata acontecimientos que habían sucedido en el «año 363» del reinado de determinados dioses, y nos lleva a tiempos muy antiguos cuando los dioses, y no los hombres, gobernaban Egipto. Y las tradiciones egipcias no dejan lugar a dudas de que tal época existió. Al historiador griego Herodoto (siglo V a.C), en su extensa visita a Egipto, le dieron detalles los sacerdotes acerca de los reinados y las dinastías faraónicas. Herodoto comentó que «los sacerdotes decian que fue Mén el primer rey de Egipto, y que fue él el que levanto el dique que protege Menfis de las inundaciones del Nilo», el que desvió el río y construyó Menfis en la tierra así ganada. «Además de estas obras, los sacerdotes decían que fue él también el que construyó el templo de Vulcano que se levanta en la ciudad, un enorme edificio, muy digno de mención». «Después me leyeron un papiro en donde figuraban los nombres de los 330 monarcas que le sucedieron en el trono. Entre estos, había 18 reyes etíopes, y una reina nativa; el resto fueron reyes y egipcios». Más tarde, los sacerdotes le enseñaron a Herodoto largas hileras de estatuas que representaban a los sucesivos faraones, y le contaron algunos detalles relativos a algunos de estos reyes y sus pretensiones de ascendencia divina. «Los seres representados por estas imágenes estaban, ciertamente, muy lejos de ser dioses», comentó Herodoto; «sin embargo», continuó: “En tiempos anteriores a ellos, las cosas eran diferentes. Por aquel entonces, Egipto estaba gobernado por los dioses, que vivían sobre la Tierra con los hombres, habiendo siempre uno de ellos que tenía la supremacía sobre los demás. El último de éstos fue Horus, el hijo de Osiris, al cual los griegos llamaron Apolo. Horus se casó con Tifón, y fue el último dios-rey en gobernar Egipto”. En su libro Contra Apión, el historiador judío del siglo I, Flavio Josefo, citó, entre sus fuentes sobre la historia de Egipto, los escritos de un sacerdote egipcio llamado Manetón. Estos escritos nunca se encontraron, pero cualquier duda respecto a la existencia de tal historiador se disipó cuando se descubrió que sus escritos formaron la base de varias obras de historiadores griegos posteriores. En la actualidad, se acepta como cierto que Manetón (su nombre jeroglífico significa «Don de Toth»), sumo sacerdote y un gran erudito, compiló la historia de Egipto en varios volúmenes por mandato del rey Tolomeo Filadelfo hacia el 270 a.C. El manuscrito original se depositó en la gran biblioteca de Alejandría, donde pereció, junto con muchos más documentos de un valor incalculable, cuando los conquistadores musulmanes prendieron fuego al edificio en el 642 d.C. Manetón fue el primer historiador conocido por haber dividido la lista de soberanos egipcios en dinastías, una práctica que se mantiene en la actualidad. Su Lista de los Reyes -nombre, duración del reinado, orden de sucesión y algunos datos más- se conservó principalmente gracias a los escritos de Julio Africano y de Eusebio de Cesárea (en los siglos ni y iv d.C). Éstas, y otras versiones basadas en la de Manetón, coinciden en afirmar que éste anotó como primer soberano de la primera dinastía de faraones al rey Mén (Menes en griego), el mismo del que habló Herodoto, basándose en sus propias investigaciones en Egipto. Pero todo esto se ha venido confirmando con los descubrimientos modernos, tal como el de la Tablilla de Abidos, en la cual el faraón Seti I, acompañado por su hijo, Ramsés II, hace una relación de los nombres de 75 de sus predecesores. El primero en ser nombrado es Mena. Si Herodoto estaba en lo cierto en lo referente a las dinastías de faraones egipcios, ¿estaría también en lo cierto con respecto a los «tiempos precedentes», cuando «Egipto tenía por soberanos a los dioses»? Pero nos encontramos con que Manetón coincidía también con Herodoto en este asunto. Manetón escribió que las dinastías de los faraones vinieron precedidas por otras cuatro dinastías: dos de dioses, una de semidioses y una dinastía de transición. Dice que, al principio, siete grandes dioses reinaron en Egipto, por un total de 12.300 años. La segunda dinastía de dioses, según Manetón, estuvo compuesta por doce soberanos divinos, el primero de los cuales fue el dios Toth; éstos gobernaron durante 1.570 años. En total, según él, 19 dioses gobernaron durante 13.870 años. Después, siguió una dinastía de treinta semidioses, que reinaron durante 3.650 años; en total, hubo 49 soberanos divinos y semidivinos en Egipto, que reinaron un total de 17.520 años. Más tarde, durante 350 años, no hubo soberano para todo Egipto; fue una época caótica, durante la cual diez soberanos humanos mantuvieron la realeza en This. Fue después cuando Mén estableció la primera dinastía humana de faraones, y construyó una nueva capital, consagrada al dios Ptah -el «Vulcano» de Herodoto. Siglo y medio de descubrimientos arqueológicos y el desciframiento de la escritura jeroglífica han convencido a los expertos de que las dinastías faraónicas tuvieron probablemente su inicio en Egipto hacia el 3100 a.C; y, ciertamente, con un soberano cuyo jeroglífico significa Mén. Él unificó el Alto y el Bajo Egipto, y estableció su capital en una nueva ciudad llamada Men-Nefer («La Belleza de Mén») -Menfis en griego. Su ascenso al trono de un Egipto unido siguió, cómo no, a un período caótico, tal como afirmaba Manetón. En una inscripción que figura en un objeto conocido como la Piedra de Palermo, se han conservado al menos nueve nombres arcaicos de reyes que llevaron sólo la Corona Roja del Bajo Egipto y que gobernaron antes que Menes. Se han encontrado tumbas y objetos pertenecientes a reyes arcaicos que llevaban nombres como «Escorpión», Ka, Zeser, Narmer y Sma. El conocido egiptólogo Sir Flinders Petrie afirmó en su The Roy al Tombs of the First Dynasty y en otras obras que estos nombres se corresponden con los dados por Manetón en la lista de los diez soberanos humanos que reinaron en Tanis durante los siglos del caos. Petrie sugería que este grupo, que precedió a la I Dinastía, fuera llamado «Dinastía 0». Un importante documento arqueológico que trata de la realeza egipcia, el llamado Papiro de Turín, comienza con una dinastía de dioses en la que se enumera a Ra, Geb, Osiris, Set y Horus, después Toth, Maat y otros, y asigna a Horus -justo al igual que Manetón- un reinado de 300 años. Este papiro, que data de la época de Ramsés II, enumera a 38 soberanos semidivinos después de los divinos: «Diecinueve Jefes del Muro Blanco y diecinueve Venerables del Norte». Según el Papiro de Turín, entre ellos y Menes hubo una serie de reyes humanos bajo la protección de Horus; ¡y su epíteto fue el de Shamsu-Hor! En una conferencia dada ante la Sociedad Real de Literatura de Londres en 1843, el Dr. Samuel Birch, conservador de Antigüedades Egipcias del Museo Británico, anunció que en el papiro y en sus fragmentos había contado un total de 330 nombres, número que «coincidía  con los 330 reyes mencionados por Herodoto». Aunque entre los egiptólogos exista algún desacuerdo acerca de los detalles, todos coinciden en la actualidad en que los descubrimientos arqueológicos sustentan la información proporcionada por los historiadores antiguos de que las dinastías comenzaron con Menes, después de un período caótico de unos diez soberanos que reinaron sobre un Egipto dividido; y que hubo un período previo en el que Egipto estuvo unido bajo soberanos cuyos nombres no pudieron ser otros que Horus, Osiris, etc. Sin embargo, los expertos que encuentran difícil de aceptar que estos soberanos pudieran ser «dioses» sugieren que debieron ser seres humanos «deificados». Para arrojar un poco más de luz sobre el tema, podemos comenzar con el lugar que eligió Menes como capital de aquel Egipto reunificado. Hemos descubierto que la ubicación de Menfis no fue una cuestión casual, pues tuvo que ver con determinados acontecimientos relacionados con los dioses. Y la forma en la que se construyó Menfis tampoco carece de significados simbólicos, pues Menes construyó la ciudad sobre un montículo artificial, creado después de desviar el Nilo en esa zona y de otros trabajos de represa y recuperación de terrenos. Y esto lo hizo emulando el modo en que se había creado el mismo Egipto. Los egipcios creían que «un dios muy grande que vino en las épocas más antiguas» llegó a la tierra y la encontró bajo el agua y el lodo. Llevó a cabo grandes obras de recuperación de terrenos, haciendo diques y elevando literalmente Egipto hasta sacarlo de debajo de las aguas -explicando así el apodo de Egipto: «La Tierra Elevada». «Este dios de antaño se llamó Ptah -un «Dios del Cielo y la Tierra»-, y se le consideraba un gran ingeniero y maestro de la invención. La veracidad de la leyenda de La Tierra Elevada se potencia por sus aspectos tecnológicos. El Nilo es un río tranquilo y navegable hasta Syene (Asuán); más allá de este punto, el recorrido del río hacia el sur es traicionero, y está obstaculizado por varias cataratas. Y parece ser que, en el Egipto prehistórico, el nivel del Nilo estaba regulado por presas, del mismo modo que hoy en día se regula a través de la presa de Asuán. Las leyendas egipcias sostienen que Ptah estableció su base de operaciones en la isla de Abu, la que recibió el nombre de Elefantina desde tiempos griegos debido a su forma. Esta isla está situada justo por encima de las primeras cataratas del Nilo, en Asuán. Tanto en los textos como en los dibujos, se representaba a Ptah, cuyo símbolo era la serpiente, controlando las aguas del Nilo desde unas cavernas subterráneas. «Era el que guardaba las puertas que contenían las inundaciones, el que quitaba los cerrojos en el momento oportuno». En lenguaje técnico, se nos está informando de que en el lugar más apropiado, desde el punto de vista de la ingeniería, Ptah construyó unas «cavernas gemelas» (dos embalses conectados) cuyas exclusas podían abrirse y cerrarse, regulando así, artificialmente, el nivel y caudal de las aguas del  Nilo. Ptah y el resto de dioses recibían el nombre egipcio de Ntr Guardián, Vigilante». Según los egipcios, habían llegado a su tierra desde Ta-Ur, la «Tierra Lejana/Extranjera», cuyo nombre Ur significaba «antaño, antiguo», pero que también podría haber sido el nombre de un lugar real, un lugar bien conocido tanto en los escritos bíblicos como mesopotámicos: la antigua ciudad de Ur, en el sur de Mesopotamia. Y los estrechos del Mar Rojo, que conectaban a Mesopotamia con Egipto, recibían el nombre de Ta-Neter, el «Lugar de los Dioses», el paso por el cual habían llegado a Egipto. El que los primitivos dioses hubiesen llegado de las tierras bíblicas de Sem viene corroborado además por el hecho desconcertante de que los nombres de aquellos dioses de antaño derivaban del «semita» (acadio). Así, Ptah, que no tiene ningún significado en egipcio, quería decir en lenguas semitas «el que elaboraba cosas tallando y abriendo». Con el tiempo -después de 9.000 años, según Manetón-, Ra, un hijo de Ptah, se convirtió en soberano de Egipto. Su nombre tampoco tiene significado en egipcio, pero debido a que Ra estaba relacionado con un brillante cuerpo celeste, los expertos asumen que Ra significa «brillante». Pero se sabe que uno de los apodos de Ra, Tem, tiene la connotación semita de «el Completo, el Puro». Los egipcios también creían que Ra había llegado a la Tierra desde el «Planeta de los Millones de Años» en una misteriosa Barca Celeste, cuya parte superior, de forma cónica, y a la que llamaban Ben-Ben Ave Piramidal»), fue conservada posteriormente en un santuario especialmente construido en la ciudad sagrada de Anu (la bíblica On, mejor conocida por su nombre griego, Heliópolis). En tiempos dinásticos, los egipcios peregrinaban a este santuario para ver el Ben-Ben y otras reliquias relacionadas con Ra y los viajes celestes de los dioses. Fue a Ra, como Tem, a quien se consagró la ciudad que en la Biblia se conoce como Pi-Tom La Puerta de Tem»-, construida por los israelitas durante su cautiverio en Egipto. Los sacerdotes de Heliópolis fueron los primeros en anotar las leyendas de los dioses de Egipto y en dar cuenta de que la primera «compañía» de dioses, encabezada por Ra, constaba de nueve «Guardianes» -Ra y cuatro parejas divinas que le siguieron. La primera pareja divina que gobernó, cuando Ra se cansó de estar en Egipto, fueron sus propios hijos, el varón, Shu Sequedad»), y la hembra, Tefnut Humedad»). Su principal tarea, según los relatos egipcios, fue la de ayudar a Ra en el control de los cielos sobre la Tierra. Shu y Tefnut sentaron precedente para los faraones mortales de tiempos posteriores, que asumirían la costumbre de que el rey seleccionara a una hermanastra como esposa real. A ellos les siguieron en el trono divino, según nos dice Manetón en ambos casos, sus hijos, otra vez hermano y hermana: Geb El Que Amontona la Tierra») y Nut El Firmamento Extendido»). El enfoque puramente mitológico de los relatos egipcios acerca de los dioses -el de las gentes primitivas que observaban la Naturaleza y veían «dioses» en sus fenómenos- ha llevado a los expertos a suponer que Geb representaba a la Tierra deificada, y Nut a los Cielos; y que, al decir de Geb y de Nut que eran el Padre y la Madre de los dioses que reinaron después en Egipto, los egipcios creían que los dioses habían nacido de la unión de la Tierra y el Cielo. Pero si tomamos literalmente las leyendas y los versículos de Los Textos de la Pirámide y El Libro de los Muertos, veremos que Geb y Nut recibían estos nombres debido a las actividades relacionadas con la periódica aparición del ave Bennu, de la cual los griegos obtuvieron la leyenda del Fénix: un águila de plumaje rojo y oro, que moría y volvía a aparecer a intervalos que se prolongaban durante varios milenios. Era por esa ave, cuyo nombre era el mismo que el del artilugio en el cual Ra aterrizó en la Tierra, que Geb realizaba grandes obras en la tierra y Nut «extendía el firmamento del cielo». Parece ser que estas hazañas las realizaban los dioses en la «Tierra de los Leones»; era allí donde Geb «había abierto la tierra» para el gran objeto esférico que llegaba desde los «cielos extendidos» y aparecía por el horizonte.
Con posterioridad a los hechos arriba descritos, Geb y Nut entregarían la soberanía de Egipto a sus cuatro hijos: Asar El Que Todo lo Ve»), al que los griegos llamaron Osiris, y su hermana y esposa Ast, mejor conocida como Isis; y Set y su esposa Neftis (Nebt-Hat, «Dama de la Casa»), hermana de Isis. Fue de estos dioses, que fueron verdaderamente dioses de Egipto, de los que más trataron los relatos egipcios. Pero, al representarlos, a Set nunca se le mostró sin su disfraz animal: nunca se le veía el rostro, y el significado de su nombre desafía aún a los egiptólogos, aun siendo curiosamente idéntico al nombre dado en la Biblia al tercer hijo de Adán y Eva. Con dos hermanos que se casaban con sus propias hermanas, los dioses se enfrentaban a un serio problema de sucesión. La única solución plausible consistió en dividir el reino: a Osiris se le dieron las tierras bajas del norte (el Bajo Egipto), y a Set se le dio la zona montañosa del sur (el Alto Egipto). Sobre cuánto duró este arreglo es algo que sólo se puede adivinar por las crónicas de Manetón. Pero lo cierto es que Set no se quedó satisfecho con la división de soberanía, y recurrió a diversas intrigas para obtener el control de la totalidad de Egipto. Los expertos suponen que el único motivo de Set fue el de su ansia de poder. Pero, si tenemos en cuenta lo que eran las normas de sucesión de los dioses, podremos comprender el profundo efecto que estas normas tenían en sus asuntos (y, posteriormente, en los de los reyes humanos). Dado que los dioses (y, más tarde, los hombres) podían tener, además de la esposa oficial, una o más concubinas, así como engendrar hijos a través de amoríos ilícitos, la primera regla de la sucesión era ésta: el heredero al trono debía ser el primogénito de la esposa oficial. Si la esposa oficial no tenía un hijo, el primogénito de cualquiera de las concubinas se convertiría en el heredero. Sin embargo, si en cualquier momento, incluso después del nacimiento del primogénito heredero, el soberano tenía un hijo con su propia hermanastra, este hijo suplantaba al primogénito y se convertía en el heredero legal. Esta costumbre fue la causa de muchas rivalidades y conflictos entre los Dioses del Cielo y la Tierra, y nos atrevemos a sugerir que también explicaría los motivos básicos de Set. Y para hacer esta afirmación nos basamos en el tratado De Iside et Osiride (De Isis y Osiris), de Plutarco, un biógrafo e historiador del siglo I d.C, que escribió para los griegos y los romanos de su tiempo acerca de las legendarias historias de los dioses de Oriente Próximo. Las fuentes egipcias sobre las cuales se basó se tenían en su época por escritos del mismísimo dios Toth, el cual, como Escriba de los Dioses, había hecho las crónicas de sus historias y hazañas en la Tierra. «La historia de Isis y Osiris, en la que se han conservado las partes más significativas y se han omitido las superfluas, se relata brevemente así», escribió Plutarco en la frase con la que iniciaba su obra, para seguir explicando que Nut (a la cual los griegos comparaban con su diosa Rea) había tenido tres hijos: el primogénito era Osiris y, el último, Set. También había dado a luz a dos hijas, Isis y Neftis. Pero no todos estos hijos tenían por padre a Geb: sólo Set y Neftis eran hijos de éste. Osiris y su segundo hermano en realidad tenían por padre a Ra, que llegó hasta su nieta sigilosamente; e Isis tenía por padre a Toth (el dios griego Hermes), que, «estando asimismo enamorado de la misma diosa», le correspondió de varias formas «en recompensa por los favores que había recibido de ella». Así pues, la situación era ésta: el primogénito era Osiris y, aunque no era hijo de Geb, sus pretensiones a la sucesión eran aún mayores, al tener por padre al mismísimo Ra. Pero el heredero legítimo era Set, por haber nacido del soberano en el poder, Geb, y su hermanastra Nut. Pero, por si esto fuera poco, las cosas se complicaron después con la carrera entablada entre los dos hermanos por asegurarse que su heredero fuera el siguiente sucesor legítimo. Para ello, Set necesitaba tener un hijo con su hermanastra Isis, mientras que Osiris podía lograrlo teniendo un hijo con Isis o con Neftis (por ser ambas hermanastras de él). Pero Osiris bloqueó deliberadamente las posibilidades de Set para que sus descendientes gobernaran Egipto al tomar a Isis por esposa. Entonces, Set se casó con Neftis, pero dado que ella era hermana y no hermanastra, ninguno de sus descendientes tendría derecho al trono. Así se estableció el escenario para el creciente odio de Set contra Osiris, que le había privado tanto del trono como de la sucesión. Y Set encontró la ocasión de vengarse, según Plutarco, con motivo de la visita a Egipto de «cierta reina de Etiopía llamada Aso». Ayudado en la conspiración por sus partidarios, Set celebró un banquete en honor de la reina, al cual fueron invitados todos los dioses. Para sus maquinaciones, Set había hecho construir un magnífico cofre, lo suficientemente grande como para albergar el cuerpo de Osiris: «Llevó el cofre a la sala del banquete, donde, tras ser enormemente admirado por todos los presentes, Set, como si de una broma se tratara, prometió regalárselo a aquél cuyo cuerpo encajara en él. Y así, uno tras otro, todos se fueron metiendo en el cofre”. «Osiris, que era el último de todos, se tumbó en el cofre; y, en ese momento, los conspiradores se abalanzaron inmediatamente, cerraron el cofre sobre él y lo tachonaron con clavos, derramando luego plomo fundido sobre él». Más tarde, llevaron el cofre donde estaba cautivo Osiris a la orilla del mar, y en Tanis, donde el Nilo se funde con el Mediterráneo, lo hundieron. Vestida de luto y después de cortarse un mechón de su cabello como señal de duelo, Isis partió en busca del cofre. «Por fin, le dieron  noticias más concretas sobre el arca, que había sido llevada por las olas del mar hasta la costa de Biblos» (en lo que es ahora el Líbano). Isis recuperó el cofre donde estaba el cuerpo de Osiris y lo ocultó en un lugar apartado hasta que diera con la forma de resucitarlo. Pero, de algún modo, Set lo encontró, tomó el cofre y cortó el cuerpo de Osiris en catorce pedazos, que dispersó por todo Egipto. Una vez más, Isis partió, esta vez en busca de los miembros dispersos de su hermano y marido. Según unas versiones, Isis enterró los pedazos allá donde los encontró, dando inicio al culto de Osiris en aquellos sitios; según otras versiones, Isis juntó las partes que encontró, dando inicio a la costumbre de la momificación. Todos coinciden en que encontró todos los pedazos excepto uno: el falo de Osiris. No obstante, antes de deshacerse finalmente del cuerpo, Isis se las ingenió para extraer de él la «esencia» de Osiris (¿el ADN?), y se inseminó a sí misma con su simiente, concibiendo así y dando a luz a un hijo de ambos: Horus. Después de nacer, Isis lo ocultó de Set en las ciénagas de papiros del delta del Nilo. Se han encontrado muchas leyendas relativas a los acontecimientos que siguieron: las leyendas, copiadas en papiros, conformaron los capítulos de El Libro de los Muertos, o se utilizaron como versículos en Los Textos de la Pirámide. Todas juntas, nos revelan un importante drama en el que hubo maniobras legales, secuestros por cuestiones de estado, el regreso mágico del mundo de los muertos, homosexualidad y, por último, una gran guerra, un drama en el cual el premio era el Trono Divino de los dioses. Dado que todos parecían creer que Osiris había perecido sin dejar un heredero, Set pensó que podría conseguir un heredero legítimo forzando a Isis a casarse con él. De modo que la secuestró y la mantuvo retenida hasta que consintiera; pero, con la ayuda del dios Toth, Isis se las compuso para escapar. Una versión, que se encuentra en la llamada Estela Metternich, escrita como un cuento por la propia Isis, en que detalla su fuga en la noche y sus aventuras hasta llegar a las ciénagas donde Horus se hallaba escondido. Pero encontró a éste agonizando, debido a la picadura de un escorpión. Se puede inferir por el texto que fueron las palabras de su hijo agonizante las que le impulsaron a escapar. Las gentes que vivían en las ciénagas acudieron al oír sus lamentos, pero no podían hacer nada por ayudarle. Entonces, llegó la ayuda, desde una nave espacial: “Entonces, Isis exhaló un grito al cielo y dirigió su súplica al Barco del Millón de Años. Y el Disco Celeste siguió allí, y no se movió del lugar en el que estaba. Y Toth bajó, e iba provisto de mágicos poderes, y estaba en posesión del gran poder que hace que la palabra se haga realidad. Y dijo: «Oh Isis, tú diosa, tú gloriosa, que tienes el conocimiento de la boca; mira, ningún mal caerá sobre el niño Horus, pues del Barco de Ra viene su protección. «He venido en este día en el Barco del Disco Celeste, desde el lugar en donde estaba ayer. Cuando llegue la noche, esta Luz extraerá [el veneno] para la curación de Horus…«He venido desde los cielos para salvarle el niño a su madre»”. Liberado de la muerte por el astuto Toth y, según algunos textos, inmunizado para siempre como resultado del tratamiento de éste, Horus creció como Netch-atef, «Vengador de su Padre». Educado y entrenado en las artes marciales por las diosas y los dioses que habían apoyado a Osiris, fue preparado como un Príncipe Divino, y un día apareció ante el Consejo de los Dioses para reclamar el trono de Osiris. De los muchos dioses que se sorprendieron con su aparición, ninguno lo estuvo tanto como Set. Todos parecían preguntarse: ¿Será verdad que Osiris es el padre de este joven? Tal como se describe en un texto conocido como El Papiro N° 1 de Chester Beatty, Set propuso que las deliberaciones de los dioses se pospusieran con el fin de darle ocasión para discutir el problema pacíficamente con su recién aparecido sobrino, e invitó a Horus diciéndole: «ven, pasemos un día agradable en mi casa». Horus aceptó, pero lo que Set tenía en mente no era hacer las paces: “Y, al caer la noche, les prepararon el lecho, y ambos yacieron en él. Y, durante la noche, Set hizo que su miembro se pusiera rígido, y se lo puso entre las nalgas a Horus”. Cuando los dioses se reunieron en el siguiente consejo, Set exigió que el cargo de Soberano se resolviera a su favor, pues Horus había quedado incapacitado para ello: ¡fuese o no de la simiente de Osiris, la simiente de Set se encontraba ahora en él, autorizándole para sucederle, no para precederle! Llegó entonces el turno de Horus para sorprender a los dioses. Cuando Set eyaculó su semen, «tomé la simiente entre mis manos», dijo Horus. A la mañana siguiente, se la mostró a su madre, diciéndole lo que había sucedido. Y, entonces, Isis hizo que Horus erigiera su miembro y derramara su semen en una copa. Luego, la diosa fue al huerto de Set y derramó el semen de Horus en una lechuga que, más tarde, Set ingeriría sin darse cuenta. Así pues, anunció Horus, «¡No sólo es que la simiente de Set no está dentro de mí, es que mi simiente está dentro de él! ¡Es Set el que ha quedado incapacitado para el cargo!” Desconcertados, los dioses convocaron a Toth para resolver el caso. Éste analizó el semen que Horus le había dado a su madre, y que Isis había conservado en un cuenco; y se comprobó que, efectivamente, era el semen de Set. Después, examinó el cuerpo de Set, y confirmó que contenía el semen de Horus. Enfurecido, Set no esperó a que continuaran las deliberaciones. Sólo un combate a muerte podía zanjar el tema ahora, gritó cuando se marchaba.  Por aquel entonces, según Manetón, Set llevaba gobernando 350 años. Si a esto le sumamos el tiempo -calculamos que unos trece años- que le llevó a Isis encontrar las trece partes del desmembrado Osiris, tendremos que, «en el año 363», fue cuando Ra se unió a Horus en Nubia, desde donde le acompañaría en la guerra contra «el Enemigo». En Horus, Royal God of Egypt, S. B. Mercer resumió las opiniones de los expertos sobre el tema con estas enfáticas palabras: «La historia del conflicto entre Horus y Set nos habla de un acontecimiento histórico». Según la inscripción del templo de Edfú, la primera batalla cara a cara entre Horus y Set tuvo lugar en el «Lago de los Dioses», conocido a partir de entonces como «Lago de la Batalla». Horus consiguió golpear a Set con su Lanza Divina y, cuando éste cayó, Horus lo capturó y lo llevó ante Ra. «Tenía su lanza en el cuello [de Set], y el malvado tenía las piernas encadenadas, y el dios [Horus] le había cerrado la boca con un golpe de mazo». Ra decidió que Isis y Horus podían hacer con Set y con los otros «conspiradores» capturados lo que se les antojara. Pero cuando Horus se puso a cortarles las cabezas a los prisioneros, Isis se compadeció de su hermano Set y lo dejó en libertad. Existen varias versiones de lo que sucedió después, entre las que se encuentra una conocida como el Cuarto Papiro de Sallier; y, según la mayoría, la liberación de Set enfureció tanto a Horus que decapitó a su propia madre, Isis; pero el dios Toth volvió a poner la cabeza cercenada en su sitio y la resucitó. (De este incidente también da cuenta Plutarco.). Tras su fuga, Set se ocultó en un túnel subterráneo y, después de una tregua de seis días, tuvo lugar una serie de batallas aéreas. Horus se elevó en un Nar (un «Pilar ígneo»), que en las representaciones aparece como una nave alargada y cilíndrica, dotada de aletas o alas cortas. En la proa se adivinan como dos «ojos», que cambiaban de color, de azul a rojo y nuevamente a azul; en la parte trasera, parecen verse estelas como de un reactor; de la parte frontal, el artilugio despedía rayos. Los textos egipcios, todos escritos por los seguidores de Horus, no dan ninguna descripción del vehículo aéreo de Set. Los textos describen una larga y enconada batalla, y el primero en ser golpeado fue Horus -alcanzado por un rayo de luz del vehículo de Set. El Nar perdió uno de sus «ojos», y Horus prosiguió el combate desde el Disco Alado de Ra. Desde éste vehículo, Horus disparo un «arpón» a Set. En esta ocasión Set recibió el golpe, y perdió los testículos. Dándole vueltas a la naturaleza de esta arma, W. Max Müller escribió en Egyptian Mythology que debía tener «una punta extraña, prácticamente imposible», y en los textos jeroglíficos se le apodaba «el arma de treinta». Como revelan los antiguos dibujos, el «arpón» era en realidad un ingenioso cohete triple: cuando se disparaba el primer proyectil, el más grande, se abría camino para que fueran lanzados los otros dos más pequeños. El apodo («Arma de Treinta») sugiere la idea de que estos proyectiles fueran lo que en la actualidad llamamos Misiles de Cabezas Múltiples, en los que cada misil contiene diez cabezas capaces de estallar por separado. De pura casualidad, pero probablemente debido a que circunstancias similares traen como resultado connotaciones similares, la McDonnell Douglas Corporation de San Luís, Missouri, ha bautizado unos misiles navales dirigidos, recientemente desarrollados, con el nombre de «El Arpón». Los grandes dioses pidieron una tregua y, una vez más, convocaron a los adversarios ante el Consejo de los Dioses. Sabemos algo de los detalles de las deliberaciones gracias a un texto que el faraón Shabako (siglo VIII a.C.) ordenó inscribir en una columna de piedra. En él, el faraón afirma que el texto es una copia hecha a partir de un viejo manuscrito  de cuero, «devorado por los gusanos», que se encontró enterrado en el gran templo de Ptah, en Menfis. En un principio, el Consejo dividió Egipto entre Horus y Set a lo largo de las líneas de separación de la época de Osiris, pero Geb tenía serias dudas y desestimó la decisión, pues estaba preocupado por la cuestión de la continuidad: ¿Quién «abriría el cuerpo» para las sucesivas generaciones? Set, al haber perdido los testículos, ya no podía tener descendencia… De modo que Geb, Señor de la Tierra, dio como patrimonio a Horus la totalidad de Egipto. A Set se le iba a dar un dominio lejos de Egipto y, en lo sucesivo, sería para los egipcios una deidad asiática. El Consejo de los Dioses aceptó las recomendaciones de forma unánime. El final de la reunión fue relatado de este modo en el Papiro de Hunefer: “Horus está triunfante en presencia de toda la compañía de los dioses. A él se le ha dado la soberanía del mundo, y el dominio hasta los confines de la Tierra. El trono del dios Geb se le ha adjudicado a él, junto con el grado que fue fundado por el dios Shu”. Y el papiro prosigue diciendo que esta legitimización: “Se ha formalizado por decretos [conservados] en la Cámara de Registros; Se ha inscrito en una tablilla de metal, de acuerdo con los mandatos de mi padre Ptah… Dioses celestes y dioses terrestres se transfieren a los servicios de tu hijo Horus. Ellos le siguen a la Sala de Decretos. Él será su señor”. FUENTE

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